Muchas reflexiones debería suscitar la exitosa celebración del Mundial de Futbol Sub-20 en nuestro país. Si bien hay quienes cuestionan la utilidad de un evento de esta naturaleza, del que consideran que solo sirve para darle circo al pueblo, distrayéndolo para que todo siga igual, la verdad es que el deporte es una de las manifestaciones culturales y sociales más importantes de la humanidad y no tiene sentido aislarse ni de las competencias ni de su organización, mucho menos en el mundo globalizado de hoy.
El hecho central es que ser anfitrión de estos certámenes casi nunca tiene por propósito el de imponerse en las justas, mucho menos en un caso como el nuestro, cuando ni siquiera solemos ser protagonistas de los torneos suramericanos. El objetivo principal del país organizador consiste en mostrarle al mundo su vocación de progreso, y el estar en consonancia con los más altos valores del mundo libre, lo cual no es poca cosa para un país como Colombia que hasta hace poco era considerado un paria en la comunidad internacional.
Por tanto, el éxito alcanzado por nuestro país es innegable y con el tiempo se hará cada vez más notorio. De hecho, no puede soslayarse que pudimos derrotar todos esos fantasmas que nos hicieron desistir de organizar la Copa Mundo de 1986, y que son los mismos que impiden nuestro desarrollo: la falta de liderazgo, la desorganización y la incapacidad de gestión, el miedo al ridículo, la baja autoestima nacional, etc. Salvo por un par de detalles para olvidar, hicimos un mundial de lujo, de eso no cabe duda.
Paradójicamente, las enseñanzas que debemos extractar de este mundial pueden sernos de mayor utilidad en lo social, político y económico, que en lo deportivo. Por ejemplo, para tener buenos estadios en el país fue necesario que una autoridad ‘superior’ como la Fifa —el máximo ente rector del futbol en el mundo— no solo nos indicara puntualmente qué debía hacerse, sino cómo, cuándo y dónde. Es decir, en más de 60 años de fútbol rentado en este país, a ninguna autoridad se le ocurrió que había que tener estadios de calidad para ofrecer un espectáculo decente, por el cual el aficionado paga una tarifa considerable.
La Fifa exigió estadios dignos, con camerinos decorosos, silletería numerada en casi todas las tribunas, gramilla y drenajes de una calidad jamás vista en el país, excelentes sistemas de iluminación y audio, y hasta hizo retirar las mallas que separaban las tribunas de la cancha. La respuesta de la ciudadanía fue llenar esos estadios en familia, cosa que no se veía hace muchos años.
Pero todo es más meritorio si se considera que el gasto invertido en esas remodelaciones, unos 250.000 mil millones de pesos, fue modesto en comparación con la importancia del evento y con los resultados obtenidos. Y lo mejor de todo es que los estadios no se convertirán en elefantes blancos, como ocurre con muchos escenarios que se construyen para eventos deportivos, pues son los mismos que albergan el torneo doméstico casi todos los miércoles y domingos.
Que no suene a exageración pero, viendo cualquier partido del Mundial, el protocolo, la puntualidad inglesa, la calidad del gramado, la estética de los estadios, la afluencia de aficionados y su excelente comportamiento, hacían pensar que el partido era en otra parte. Una muestra de que somos capaces de grandes obras y de estar a la altura de las mejores circunstancias. El reto, entonces, es el de trasplantar esos mismos niveles de excelencia a otros ámbitos de la vida nacional. Y, por lo pronto, que se les haga mantenimiento a los estadios y se erradiquen las barras bravas para que el torneo local vuelva a ser un sano pasatiempo familiar.
(Publicado en el periódico El mundo, el 22 de agosto de 2011)
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