Si una persona asesinada por sus captores tras cerca de 14 años de secuestro no merece una movilización masiva, en solidaridad hacia ella y en repudio a los asesinos, nada ni nadie la merece. Y a pesar de que siempre se ha dicho que el colombiano es indolente ante la suerte de los menos afortunados, no es fácil entender por qué es tan difícil que seamos altruistas cuando se nos convoca en apoyo de una causa justa.
Entre nosotros hay una arraigada costumbre de justificar las violencias que no nos tocan, con lo que se exime al victimario y se condena a la víctima: “si el marido le pegó por algo sería”, “si lo secuestraron es porque tiene mucha plata”, “si lo mataron es porque andaba en algún enredo”. Y no es que haya que eximir a la víctima de alguna responsabilidad que tuviere al haber incurrido en conductas riesgosas —como casarse con un hombre violento—, sino que caemos en el perverso error de tolerar la violencia.
Esta enfermiza conducta es, sin duda, producto de una sociedad que vive con miedo y que ha llegado al extremo de pensar que la solidaridad es un factor de riesgo porque “el que se mete de redentor sale crucificado”. De hecho, por meterse en lo que a uno “no le importa” se puede terminar recibiendo taconazos de una mujer a la que se quiso defender, o retaliaciones mucho más graves que en no pocas ocasiones han tenido la muerte por resultado.
Pero, además de miedo, la sociedad colombiana denota cierta confusión. Qué tal lo que ocurre cuando un raponero hace de las suyas a plena luz del día: primero se oyen gritos de “cójanlo, cójanlo” y luego, cuando las autoridades aparecen oportunas y cumplen con su cometido, lo que se oye es “suéltenlo, suéltenlo”. De otra parte, cunde la desconfianza, de manera que somos capaces de pedir auxilio cuando estamos en graves aprietos pero no de prodigarlo cuando es otro el que lo pide. La mayoría somos reacios a intervenir.
Aún con todo eso, no parece razonable que para protestar por el asesinato de cuatro secuestrados con más de diez años de cautiverio cada uno, se puedan anteponer prejuicios ideológicos o, simplemente, tener consideraciones de conveniencia como “a mí no me han hecho nada”, “no son los únicos que cometen atrocidades” o “las marchas no sirven para nada”.
Encuestas y estudios muy serios señalan que las Farc son aborrecidas por —cuando menos— el 95% de los colombianos, que el Ejército y la Policía son las instituciones más respetadas —más que la Iglesia y el Arzobispo de Cali— y que la paz es el mayor anhelo de los habitantes de este país. En ese orden de ideas, no podríamos ser tan indiferentes ante un hecho tan aberrante; lo normal sería que, sin mayor convocatoria, un número verdaderamente representativo de colombianos se volcara a las calles para no darles a los terroristas la oportunidad de reírse aunque digan —como ‘Timochenko’ en su comunicado— que no lo están haciendo: «no estamos muriéndonos de risa por la reducida asistencia con la que contaron las marchas promocionadas».
Y es que, en realidad, la protesta del 6 de diciembre fue raquítica. Medellín tiene tres millones de habitantes en su área metropolitana y marcharon 10.000 personas, lo que significa que hubo una participación del 0,3% de la población. Un hecho tan indignante debería ser un acicate lo suficientemente fuerte como para que al menos el 10% de la población venciera el miedo y la indiferencia, emulando aquella marcha del ya lejano 4 de febrero del 2008, que parece irrepetible.
Pero es que somos un país habitado por islas que ya ni siquiera saben cómo se llama el vecino ni son capaces de dimensionar las tragedias ajenas y solidarizarse con ellas. Ni con un ser humano que estuvo 14 años atado a un árbol. Qué lástima.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 12 de diciembre de 2011)
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