Con ocasión del Estatuto Anticorrupción que ya hace trámite en el Congreso de la República, una estación radial les preguntó a sus oyentes si ello podría erradicar la corrupción en Colombia, a lo que la mayoría se mostró pesimista. Casi todas las opiniones giraron en torno de tópicos como “la corrupción jamás se acabará”, “la corrupción es el peor de nuestros males”, “la pobreza y la violencia son resultado de la corrupción”, “la corrupción no se acaba mientras los mismos políticos sean quienes legislen sobre el tema” y “no vale la pena votar porque todos los políticos son ladrones”. Lo curioso es que solo hubo una persona que le atribuyó el problema de la corrupción en el país al “carácter de los colombianos”, o sea a la cultura, concluyendo que mientras eso no se corrija, la corrupción seguirá galopante.
En efecto, la corrupción en Colombia es un asunto cultural y, por cierto, es un síntoma muy grave el hecho de que poca gente lo reconozca. Y al decir que es cultural estamos admitiendo que se trata de una tara enquistada en todos los niveles sociales desde hace siglos, sin distingo de raza, sexo o credo. Tal vez cambian los niveles o grados en que se manifiesta pero es un asunto aceptado por todos, de una u otra forma, y practicado por la mayoría, sobre todo porque se cree que este mal solo tiene expresión en el ámbito público y no en el privado.
Ya desde la colonia se decía eso de “Se acata pero no se cumple” y hoy nos regimos por la doctrina del “Hecha la ley, hecha la trampa”. Es corrupción colarse sin pagar a un sistema de transporte; es corrupción hacer una conexión ilegal a un servicio público; es corrupción granjearse un cargo o un contrato mediante influencias de cualquier clase, sean roscas o faldas muy altas; es corrupción no pagar multas de tránsito y lo es hasta violar un semáforo en rojo, como afirmaba Mockus en la pasada campaña.
A muchas personas, casos como los anteriores les parecen de poca monta, y puede que individualmente no constituyan un hecho desestabilizador, pero si sumamos el efecto que tienen en conjunto, el resultado es calamitoso. Por ejemplo, cuando alguien adquiere un producto pirateado –un libro, un CD, un DVD, unos tenis– está cometiendo un acto de corrupción que implica no solo el desconocimiento de los derechos económicos del autor y de toda la cadena de producción que participa en la elaboración de ese artículo, sino también del pago al Estado de los impuestos correspondientes, esos mismos recursos que nos da tanta rabia que los funcionarios se roben. Y las consecuencias van desde el desempleo –la industria discográfica ya prácticamente no existe– hasta la caída de los recursos que el Estado necesita para invertir en educación o salud.
Lamentablemente, tenemos un imaginario fundado desde lo religioso en el que estos actos son vistos como pecados veniales que no le hacen mal a nadie. Y nos justificamos esgrimiendo toda clase de excusas, pretextos y evasivas que demuestran el carácter inmaduro e irresponsable de nuestra cultura: “Eso no es matar ni es robar”, “el original es muy caro y yo soy muy pobre”, “vale más la multa que la moto” o “si a los ‘paras’ apenas les metieron ocho años por masacres…”.
Entonces, si los ciudadanos corrientes somos incapaces de abstenernos de incurrir en esas conductas, ¿qué nos hace pensar que los funcionarios públicos sí pueden hacerlo? Vivimos molestos porque los escándalos de corrupción pública son cosa de nunca acabar y los culpables nunca reciben castigo. Pero, ¿cuál es nuestro aporte para combatir esta peste?
Es posible que el Estatuto Anticorrupción logre ajustar algunos tornillos en materia de contratación pero no todo se soluciona con leyes. En nuestra sociedad hay una gran proclividad por el dinero, sin importar su origen, y mientras esa tendencia no cambie los recursos públicos estarán en riesgo. El nivel de corrupción de un país no es una señal de la calidad de sus funcionarios públicos sino de la virtud de todos sus habitantes, de sus valores. Ojalá esa ley no sea una nueva frustración.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 28 de febrero de 2011)
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