La sentencia del Consejo de Estado sobre la toma de Las Delicias, mediante la cual se condena a la Nación por los hechos ocurridos en el ataque guerrillero a esa base militar (ubicada en Puerto Leguízamo, Putumayo), el 30 de agosto de 1996, es uno de los fallos —y lo digo guardando reverente respeto— más absurdos y disparatados de los proferidos por las altas cortes en los últimos años. Basta leer este argumento temerario: «fue el Estado el que creó la situación objetiva de riesgo por la existencia de la base en un ámbito espacial, de orden público y de posibilidades de defensa y protección limitado».

Así, por arte de birlibirloque, el contencioso falla a favor de tres soldados y de los familiares de otro que falleció en la toma, otorgándoles una indemnización de 1.700 millones de pesos que pagaremos todos los colombianos con nuestros impuestos. Pero esto apenas comienza: en esa base había 110 militares y todos tienen más o menos el mismo derecho a ser indemnizados. Y, como si fuera poco, existen muchos otros casos similares ocurridos en la misma época.

Una cosa que los magistrados no parecen haber tenido en cuenta es el contexto en el que se desarrollaron los hechos. En los años noventa, las Farc crecieron sustancialmente en número de hombres y de frentes, mejoraron su dotación y pasaron de practicar la guerra de guerrillas a la de movimientos. En contraste, el Estado era cada vez más débil: las Fuerzas Armadas y de Policía eran instituciones raquíticas, tremendamente vulnerables ante a las amenazas que afrontaba la sociedad. El pie de fuerza era mínimo y estaba mal dotado. Además, EE. UU. nos había descertificado por tener un Presidente elegido con dineros del narcotráfico, por lo que los gringos se negaban a vendernos armas, municiones y repuestos. De hecho, esa precariedad nos llevó, poco después, a ser prácticamente un estado fallido.

De otra parte, en esos tiempos primaba la tesis de que no se podía combatir a las guerrillas sino que era necesaria una solución dialogada. Esto no solo porque persistía la creencia —inoculada en la sociedad por gente interesada— de que el Estado no podía derrotarlas militarmente sino también porque se consideraba que tenían un carácter altruista y se solía justificar su existencia con base en unas supuestas “causas objetivas” que era preciso solucionar pues despojaban al Estado de autoridad moral para ejercer el imperio de la ley.

Siendo ese el contexto político de la época, resulta inverosímil que la misma providencia solicite investigar a altos mandos militares en tanto que ni siquiera se cuestiona la responsabilidad de la clase política de ese entonces, que renunció al cumplimiento del deber. Ese entorno propició que en las elecciones del 26 de octubre de 1997 se incluyera la papeleta del ‘Mandato por la paz’ que condujo a las negociaciones del Caguán; un mandamiento ilegítimo que no se ajustó a ninguno de los mecanismos de participación previstos en la Constitución. Por cierto, una nimiedad si se considera que la Constitución misma surgió de una ‘séptima papeleta’ espuria que nunca se contabilizó.

Pero volviendo al fallo del Consejo de Estado hay que notar que la excentricidad de esta sentencia radica en el hecho de culpar al Ejército por instalar una base en zona guerrillera como si los militares debieran ejercer la soberanía del Estado solo en inmediaciones de parvularios y conventos. Por eso, queda el tufillo de que se trata de otro ardid para que las Fuerzas Constitucionales no puedan combatir a los terroristas y de que esta guerra se está perdiendo en los tribunales.

(Publicado en el periódico El Mundo, el 7 de junio de 2011)

Posted by Saúl Hernández

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