La polémica suscitada por la muerte del joven grafitero Diego Becerra a manos del patrullero de la Policía Wilmer Alarcón, en Bogotá, refleja claramente el desprecio que algunos sectores de la sociedad civil sienten no solo por instituciones que, como el Ejército y la Policía, son imprescindibles para cualquier democracia sino, más concretamente, por esos servidores públicos que arriesgan sus vidas a diario, en pos de preservar las de personas que ni siquiera conocen.
Los guardianes de la ley y el orden son carne de cañón de nuestras violencias y blancos de injustas y apresuradas condenas. Miles de dedos acusadores los señalan sin fórmula de juicio y rápidamente surge el veredicto condenatorio. Se asegura, livianamente, que el patrullero le disparó por la espalda al adolescente, a sangre fría, mientras este dibujaba un grafiti, pero las informaciones recabadas sugieren otra cosa, atenuando una posible falla en el servicio.
Empecemos por decir que el patrullero no se andaba por ahí en busca de a quién pegarle un tiro. A la línea de atención de la Policía entró una llamada denunciando un atraco a mano armada en una buseta, por parte de tres hombres y una mujer. Luego, la buseta se encuentra con policías de tránsito ante quienes el conductor hace la misma denuncia, informando el lugar donde se bajaron los delincuentes.
El patrullero está entonces tras un grupo de atracadores armados. Los grafiteros resultan ser también tres hombres y una mujer. ¿Coincidencia? El conductor declaró a varios medios de comunicación, días después, que el joven asesinado fue el mismo que lo atracó, reconocimiento que hizo observando las fotos publicadas en la prensa.
Por su parte, la Fiscalía informó que el joven tenía restos de pintura en las manos y que la prueba de absorción atómica determinó que no disparó el arma. Eso, sin embargo, no desvirtúa que fuera uno de los atracadores ni que estuviera armado. Incluso, en la oscuridad de la noche, cualquier cosa que un fugitivo lleve en la mano —como un aerosol de pintura— puede parecer un arma, máxime si se ha advertido que porta una.
De tal manera que el pecado del patrullero consiste en haber disparado primero, seguramente por miedo, para preservar su vida. Con la mala suerte de que su único disparo fue mortal. Pero es tan inocente que inmediatamente cargó al muchacho varias cuadras hasta encontrarse con una patrulla en la que lo trasladaron a un hospital.
Aún con todos estos atenuantes de por medio hay quienes afirman que el patrullero actuó con odio y crueldad. Aducen que el arma del occiso fue sembrada en la escena del crimen y participan en marchas de protesta, esas sí cargadas de rencor. Por supuesto, de sus bocas jamás sale un lamento cuando un policía es asesinado, y si el crimen hubiera sido al revés, no se habrían inmutado.
A muchos les importa un comino que los policías tengan un riesgo de muerte que casi triplica el de cualquier colombiano. Según Alfredo Rangel (El Tiempo, 13/04/2008), la tasa de homicidios general es de 33 por cada 100.000 habitantes mientras la de policías es de 86. De acuerdo con Medicina Legal, el año pasado fueron asesinados 68 agentes de Policía, 11 auxiliares y 63 oficiales, para un total de 142 miembros abatidos. El jueves, también en Bogotá, murió un teniente de 28 años que se enfrentó a una banda de delincuentes. Dejó una viuda y una huérfana de 10 años. ¿Qué pasó con las marchas de protesta? ¿Dónde se hicieron?
Hay agentes corruptos, sin duda, pero solo a un tonto se le ocurre que un policía va a matar a alguien porque sí, sin beneficio alguno, para pasarse una buena temporada en la cárcel. No, lo que ocurrió fue, en el peor de los casos, un lamentable error.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 5 de septiembre de 2011)
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