Es muy grave que se esté volviendo a hablar de ‘estado fallido’ para referirse a Colombia. Pero no les falta razón a quienes nos miran desde afuera y notan que en nuestro país hay un profundo desbarajuste en materia de autoridad. Aquí, para lo que es provechoso y necesario, nadie manda, pero para las futilidades y las trapisondas sobran quienes las hagan cumplir.
Un caso evidente se da en el sistema penitenciario, que no parece destinado a castigar a los condenados sino a permitir que estos hagan lo que se les venga en gana. La largueza con la que se trata a presidiarios como el ex senador Juan Carlos Martínez —de quien se dice que manda en buena parte del país desde su celda—, no debería causar sorpresa porque lo mismo ocurre con todos los presos gracias a que el garantismo a ultranza de nuestro sistema jurídico admite toda clase de excesos en desmedro de la justicia y a favor de la impunidad.
El coctel tiene todos los ingredientes: penas cortas y disminución de las mismas, permisos extramuros, casa por cárcel, régimen hotelero, visitas sin control, acceso a narcóticos, licores, celulares, internet, televisión satelital y cuanto capricho se pueda pagar. Y lo peor de todo es que desde las cárceles se mantienen las actividades delictivas, el Estado es incapaz de controlar a estos delincuentes, no ha habido voluntad política.
Otro caso sintomático es el de la flagrante violación de las normas de tránsito. No hay poder humano que meta en cintura a conductores de servicio público que quebrantan todas las normas y se burlan de la sociedad al no pagar las infracciones, acumulando decenas de millones que toca condonarles porque las autoridades son complacientes y dejan vencer los términos sin iniciarles cobro jurídico. Para colmo de males, las empresas donde laboran no pueden despedirlos porque la malhadada Corte Constitucional, en uno de sus frecuentes fallos absurdos, dictaminó que no les pueden vulnerar el ‘derecho’ al trabajo.
Desmanes como ese permiten entender por qué el nuestro debe ser uno de los pocos países del mundo donde un conductor en altísimo grado de embriaguez puede matar a alguien sin perder la libertad ni la licencia de conducir, y que cada que se intenta subsanar este problema, en el Congreso, las mayorías hunden o archivan el proyecto sin rubor. De hecho, cualquier propuesta que se plantee para endurecer las penas de cárcel, a pesar de ser un país con más de 95% de impunidad, es perversamente cuestionada con argumentos deleznables que se repiten hasta el cansancio, como esos de que la cárcel no resocializa, que no debe hacerse del castigo una venganza o que en las cárceles hay un alto grado de hacinamiento.
También se suelen descalificar replicando que se trata de propuestas populistas, como si hacer justicia fuera un asunto demagógico y no la base misma del contrato social. Ya veremos cómo la idea del senador Luis Fernando Velasco, de otorgarles poder a inspectores de Policía para arrestar a conductores borrachos hasta por 90 días, será descalificada de plano. Argumentarán que ello debe ser potestativo de los jueces, que 90 días de arresto para un pobre borrachín es un exceso, que nuestra justicia suele errar frecuentemente y se cometerán injusticias, que lo importante es educar haciendo campañitas en la televisión, etc.
Un Estado no solo puede irse a pique en razón a una amenaza terrorista. Puede ser víctima de un cáncer que se lo vaya carcomiendo por dentro, como el de la corrupción o el de ese aparejo invisible que Álvaro Gómez llamaba ‘el régimen’, y que no es más que ese estado de cosas que hacen del sistema una maraña ineficiente. Un Estado como el nuestro, donde nadie manda y si alguien se atreve, ya se sabe lo que le pasa.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 10 de octubre de 2011)
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