Mientras el presidente Santos se saca un as de la manga para entretenernos un año o dos con una reforma constitucional que acabe la figura de la Vicepresidencia (solo en el último año hubo cuatro reformas constitucionales, sin contar ese zombi de la reforma de la justicia, que quedó mal enterrada), cualquier propuesta que provenga del uribismo es rápidamente desdeñada con subterfugios, que empobrecen la discusión política, sin un debate serio sobre la pertinencia de cada cosa.
Si se propone un frente antiterrorista, es un aprovechamiento oportunista del (des)orden público. Si una constituyente, un intento por volver al poder. Es cierto que la figura de la Vicepresidencia quedó mal diseñada y que era mejor la ‘designatura’, de la cual el último encargado fue, precisamente, el mismísimo Juan Manuel Santos, pero abolirla es un esfuerzo tan estéril como inútil, aunque el trámite —por lo menos eso— sirve para hacerles creer a los incautos que se están solucionando cosas, que el país ‘avanza’, lo cual no es una virtud menor para una administración que hace agua en medio del océano.
Sin embargo, habría que ser muy ingenuo para no darse cuenta de que el tema ha saltado a la palestra en razón de la incomodidad que ha generado el actual titular del cargo, quien se convirtió en un caballo de Troya que hace oposición desde adentro. Si Angelino no hablara ni cuestionara al Gobierno como lo ha hecho en varias ocasiones, no habría sido promocionado con recursos públicos a la dirección de la OIT, ni habría mucho interés por cuestionar si su estado de salud le permite desempeñar un cargo que no tiene funciones. Tampoco existiría esa falsa preocupación de algunos por la orfandad en que podría ‘sucumbir’ la nación de ocurrirle algo al número 1, si bien caer en las garras de Roy Barreras es impensable.
En realidad, al Gobierno y sus áulicos les interesaría mucho más forzar la renuncia de Garzón que eliminar la Vicepresidencia, pues esta última opción no entraría en vigencia inmediata sino a partir del 2014, y la reelección de Santos está un poquito embolatada. Aun así, medios y comentaristas afines al Gobierno tratarán de convencernos de las bondades de esa iniciativa o de cualquier otra que salga de la Casa de Nariño, no importa cuál.
En cambio, a pesar de la innegable necesidad de reformar la justicia y el Congreso, el simple hecho de que estas propuestas provengan del uribismo es pretexto suficiente para echar a rodar el sofisma de que lo que hay detrás es el deseo del expresidente Uribe de hacerse reelegir otra vez. Un temor que tiene un fundamento más profundo y sólido como es el hecho de que Uribe tiene los votos; si no existiera esa certeza, a sus adversarios les importaría un pito lo que trinara y las políticas que promoviera.
De ahí también la estigmatización: al uribismo se lo descalifica con el epíteto de ‘extrema derecha’, en tanto que al otro extremo se lo llama eufemísticamente ‘izquierda democrática’. ¿Será democrático apoyar el régimen dictatorial de Hugo Chávez? ¿Será democrático seguir haciéndoles el juego a quienes buscan destruir la democracia participando en la combinación de las formas de lucha? ¿Será una expresión democrática la incitación a levantarse contra el Estado que hizo Piedad Córdoba en el Cauca?
Exigir el cumplimiento de la ley, en defensa de la democracia, no es guerrerismo. En todo el mundo, la violencia y el terror se sofocan mediante el uso legítimo de la fuerza del Estado, al tiempo que este robustece su autoridad garantizando las libertades y enfocando sus esfuerzos hacia la inclusión social. Pero ninguna democracia se rinde con tal de no parecer ‘guerrerista’ porque el sometimiento es contrario a su esencia. Esa es otra tergiversación simplista con la que se pretende censurar las críticas de la mayor fuerza política del país.
(Publicado en el periódico El Tiempo, el 31 de julio de 2012)
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