Nadie esperaba que los delegados del Gobierno y de las Farc se abrazaran en Oslo, obvio, pero lo que ocurrió debe haber hecho despertar a muchos soñadores que cada que oyen hablar de negociaciones con las guerrillas, y con esta en particular, creen en las buenas intenciones de una banda terrorista que sigue asesinando sin piedad.
Las Farc, sin apartarse de su conocida coherencia, patearon la mesa: «La paz no significa el silencio de los fusiles sino que abarca la transformación de la estructura del Estado y el cambio de las formas políticas, económicas y militares. Sí, la paz no es la simple desmovilización…». Esa frase del mensaje del secretariado (leído por ‘Iván Márquez’) es suficiente para comprobar una vez más que a las Farc no les interesa la paz sino el poder y que este proceso va a usarse para ganar tiempo y reconocimiento internacional, en caso de que se rompa, o para lograr en la mesa —valiéndose de ese rehén que es el Gobierno— lo que no han conseguido con las armas.
No basta con que Humberto de la Calle les replique que el modelo de desarrollo no está en discusión y que si quieren cambiarlo tendrán que reinsertarse, hacer política y ganar las elecciones. De hecho, ello entrañaría las insólitas concesiones de impunidad y elegibilidad, ambas en contra del deseo de los colombianos.
Por fortuna, voces autorizadas —»enemigos de la paz», para el Gobierno— expresaron sin ambages que no puede darse un proceso de paz con impunidad. Un viejo conocido, el noruego Jan Egeland, dijo que su país «no puede apoyar un proceso de paz que dé amnistía a delitos atroces, de lesa humanidad y crímenes de guerra».
Por su parte, el reconocido penalista alemán Kay Ambos aseguró que las «Farc deben entender que una amnistía total es imposible». Y José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch para las Américas, reiteró que «cualquier acuerdo que pretenda ser exitoso deberá asegurar justicia por los graves abusos cometidos». Y los tres se refieren a «castigos efectivos», no a las invenciones de Montealegre y Gaviria de las tales «amnistías condicionadas», que no son otra cosa que dejar todo en la impunidad y voltear a mirar para otra parte.
Tal vez sea por eso que se viene planteando la urgencia de una especie de ley de punto final que les otorgue impunidad por sus crímenes a todos los ‘actores’ del ‘conflicto’, o sea a guerrilleros, paramilitares y miembros de organismos de seguridad del Estado, incluyendo a auxiliadores, como los ‘parapolíticos’. Un plano de igualdad con el que se calmarían las aguas y Colombia se fundiría en un abrazo fraternal de reconciliación. Eso sí, veremos que, pasado un tiempo, el punto final se les mantendrá solo a las guerrillas y para los demás volverá la persecución.
Y es que al Gobierno le salieron casandras por todas partes. El exguerrillero Francisco Galán advirtió que «la negociación no garantiza la paz» y cuatro exguerrilleros consultados por EL TIEMPO (Otty Patiño, del M-19; Carlos Franco, del Epl; Enrique Flórez, del Partido Revolucionario de los Trabajadores; y Antonio López, de la Corriente de Renovación Socialista) coincidieron en afirmar que la «violencia aumentaría después de firmar la paz», todo lo cual tiene preguntándose a mucha gente acerca de la utilidad real de este proceso.
Pero, volviendo al principio, hay que recordar que todos los grupos guerrilleros que se han reinsertado en Colombia han llegado a la mesa expresando con toda claridad su deseo de abandonar no solo las armas sino también los extremismos ideológicos; todos, excepto las Farc. Entonces, seguir sosteniendo —después de oír a ‘Márquez’ y compañía— que esta vez hay una gran oportunidad de lograr la paz es una grave muestra de ingenuidad o de favorecimiento. Estamos ante la reedición del Caguán, y segundas partes nunca fueron buenas.
(Publicado en el periódico El Tiempo, el 23 de octubre de 2012)
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