Sergio Fajardo se posesionó como Gobernador de Antioquia con recelo y desconfianza para con la administración saliente, sugiriendo de manera reiterada que se trató de un gobierno corrupto, y llegando a ordenar acciones tan repudiables como la de mandar a sus escoltas a buscar micrófonos en el despacho del gobernador, en los últimos días de diciembre, cuando Luis Alfredo Ramos aún no había terminado su periodo. Un incidente que denota odios sectarios como no se veían desde hace décadas y el prurito de estigmatizar a todo aquel que no acompañe el proyecto político del actual gobernador.
Tal vez lo que preocupa a Fajardo es que el gobernador saliente dejó el listón muy alto al ubicarse en las encuestas como el mejor calificado del país en todo su cuatrienio y, primordialmente, por la notable reducción de los índices de pobreza, fenómeno que —de acuerdo con Planeación Nacional— bajó de 51% a 37,8% en los últimos cuatro años, logro que no ha sido suficientemente destacado y del que Ramos algún mérito debe tener.
No pocos consideran que esa actitud del gobernador Fajardo lo que muestra es un afán de tener a quien culpar cuando las cosas no le salgan como se esperaban. Razonamiento que suena estrafalario conociéndose que Fajardo tiene aptitudes suficientes como para hacer una excelente gestión y lograr resultados relevantes, sobre todo si se ponderan los numerosos problemas del departamento y sus escasos recursos. Pero, lamentablemente, Fajardo es preso de su arrogancia y a menudo se comporta como si fuera su propio enemigo.
Cuando el ‘fajardismo’ se autodenomina, sedicentemente, como la única corriente política honesta, decente y transparente, incurre en la injusticia de criminalizar a gente honorable que no es afín a él, en la quimera de creer en la perfección de sus acciones y en la mezquindad de dividir para reinar: “Quien no está conmigo, está contra mí”. De ahí deviene que, en vez de suscitar consensos, lo que Fajardo genera son resistencias; ya la Asamblea le negó facultades para modificar el presupuesto y el Consejo Superior de la Universidad de Antioquia, (rere)eligió como rector a un candidato distinto al de su preferencia. Así será todo el cuatrienio.
En campaña, Fajardo prometió no despedir a nadie pero la podadora se ha hecho sentir. Es obvio que los asesores y funcionarios más cercanos de una administración no permanezcan en sus cargos cuando se presenta un cambio de gobierno, pero hay casos patéticos como el de Teleantioquia, donde despidieron presentadoras y humoristas de primera línea acaso por considerar que eran cercanos al gobernador saliente. También se le han cortado las alas a un equipo de ciclismo patrocinado por el Departamento desde hace 18 años como si el señor Fajardo fuera particularmente austero en gastos de publicidad. Y el Túnel de Oriente tiene su mayor enemigo en el piso 12 de la gobernación. Más parecen celos, solo lo de él sirve.
Pero lo más penoso de todo este episodio ha sido el mal llamado ‘Libro blanco’, un ejercicio inelegante y prosaico que tenía la torpe intención de desprestigiar a la administración precedente. Es claro que cualquier atisbo de corrupción debe ser puesto en conocimiento de las autoridades respectivas pero lo que contiene este libro no son más que generalidades que se le pueden atribuir a cualquier gobierno. Nada más subjetivo que descalificar a un adversario convirtiendo todos sus actos en errores o autoevaluarse sin sentido crítico, estimando que todas las políticas fueron exitosas, como en esas alegres rendiciones de cuentas que se han puesto de moda en el país.
El doctor Fajardo debería guardar el retrovisor —o la lupa— y ponerse a gobernar. Una cosa es ser Alcalde de Medellín, donde se goza de las opulentas arcas del Municipio y las tareas adelantadas desde décadas atrás, y otra, Gobernador de Antioquia, un departamento con fama de rico pero lleno de problemas. Aún así, un reto subsanable para un mandatario probo, a menos que él mismo crea que no lo es.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 19 de marzo de 2012)
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