Como si la Historia no avanzara, en cada transición entre un año que termina y el nuevo que llega se repite el mismo rollo, la misma película de terror: un nuevo show de liberación de secuestrados por parte de las Farc.
Y aunque suene absurdo decirlo —puesto que estoy escribiendo sobre el tema—, creo que los medios de comunicación no deberían prestarse más para amplificar este asunto. Si este suplicio se manejara con discreción europea, en lugar del tropicalismo nuestro, donde los medios se convierten en la colorida carpa del circo, es probable que las Farc hubieran descartado hace tiempo esta práctica como estrategia de presión contra el Gobierno de turno y como ardid para alcanzar otros objetivos.
Lamentablemente, este manoseo que hacen las Farc de las víctimas, las familias y la opinión pública les es tremendamente rentable, ya que las oxigena y las mantiene vigentes, a pesar de su declive militar. De ahí que tengan que convertir una rutina que conocen de sobra en un espectáculo indignante.
Cuando una víctima de secuestro extorsivo es puesta en libertad, su regreso se produce en el término de la distancia, en cuestión de horas. Puede que se tarden dos o tres días en sacarla de la espesura y dejarla a un par de kilómetros de un corregimiento o una cabecera municipal, pero no más. Casi nunca se requiere una comitiva de recepción, ni helicópteros, lanchas o similares. Muchas vuelven a lomo de mula o a bordo de un bus gracias a algún buen samaritano que las descubre deambulando por ahí, a medio camino de la civilización.
Entonces, ¿por qué se toman tanto tiempo para liberar a tres secuestrados cuya devolución estaba decidida —supuestamente— desde antes de la masacre del 26 de noviembre dentro de un grupo de seis? Tratando de comprender la justificación de los actos de la guerrilla, habría que aceptar que las Farc pretenden curarse en salud en dos aspectos: uno, garantizar el regreso de los secuestrados sanos y salvos al entregarlos a mediadores de confianza para ellos; y dos, evitar que la Fuerza Pública tome ventaja militar de la información que pueda recabarse, para lo cual hay que complicar y distorsionar los hechos.
Sin embargo, ambos argumentos resultan traídos de los cabellos. En primer lugar, la insólita lentitud en la logística de las liberaciones devela un cálculo artero, sobre todo cuando a los sitios de liberación —siempre inhóspitos e inaccesibles— llegan primero ciertos periodistas y las cámaras de Telesur que aquellos garantes que fungen como únicos depositarios de las coordenadas, tan celosamente guardadas que hasta los experimentados pilotos brasileños terminan volando a otra parte.
El otro argumento se cae de su peso al echarles un vistazo a operativos militares de rescate de secuestrados, pues en ninguno ha habido ensañamiento con los victimarios. Si por algo fue aplaudida la operación Jaque fue por no haberse disparado un solo tiro, lo que le dio más valor a la proeza. Claro que si los artillados entran y barren a cien guerrilleros, no habría sido menos legítima; son terroristas y el Estado tiene el deber de combatirlos, aunque después se quejen ciertos arzobispos y ONG de fachada de los terroristas.
Hay que estirar la verdad como un caucho para creer que la liberación con cuentagotas es un acto de paz y no parte de la estrategia de supervivencia de la guerrilla, una manera de demostrar que conserva mucha capacidad de hacer daño y de chantajear a la sociedad y al Estado. Los once uniformados que mantiene en su poder son suficientes para engatusar al gobierno de Santos por el tiempo que le resta (según encuestas, no será reelegido), pero si necesitan más, tomarán a otros. ¿Alguien cree, honestamente, que quienes acaban de despedir el año asesinando a la esposa y el bebé de un policía en Orito (Putumayo) están interesados en la paz?
(Publicado en el periódico El Tiempo, el 3 de enero de 2012)
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