Con un escándalo de pacotilla, un dirigente deportivo, el presidente del club Los Millonarios, viene a meter al país en una etapa de revisionismo histórico que podría convertirse en un peligroso distractor del momento crucial que transitamos hoy. ¿Qué hay detrás de esa propuesta impregnada de un ridículo y falso moralismo que pretende devolver las dos estrellas —o títulos del campeonato de fútbol profesional colombiano— ganadas por ese equipo en 1987 y 1988?
Sí, es cierto que el Millonarios de esos años perteneció a José Gonzalo Rodríguez Gacha, alias ‘El Mexicano’, el mayor capo mafioso de la capital de la República, donde el negocio del narcotráfico floreció con tanto ahínco como en Medellín o Cali. También lo es que, en esos tiempos, todos los equipos, con excepción de dos o tres, tenían alguna influencia de los capos de las drogas, sobre todo el América, que de la mano de los Rodríguez Orejuela pasó de ser un equipo chico —sin ningún título hasta 1979— a convertirse en el principal protagonista del rentado colombiano en la década de los ochenta.
Pero algo va de conseguir triunfos deportivos mediante artimañas aviesas a beneficiarse de los buenos directores técnicos y jugadores de postín que llegaron de todo el continente gracias a los abundantes recursos de la mafia. Si ocurrió lo primero, y los títulos se ganaron comprando árbitros y jugadores rivales, o amenazándolos, bienvenida sea la devolución de esas estrellas. Pero la verdad es que esos campeonatos se ganaron en la cancha, compitiendo en franca lid con equipos que no daban ventajas.
Y no es que el dinero de la mafia se purifique —como diría el cardenal Castrillón— cuando se destina a fines más dignos como el de ayudar a los pobres, pero una cosa son los delitos del narcotráfico y otra los efectos marginales de esa actividad. En esto siempre hay una alta dosis de doble moral, y si vamos a revisar nuestro pasado deberíamos tener la seriedad de hacer un examen de conciencia juicioso en vez de venir a despotricar del deporte cuando la injerencia de los dineros calientes ha sido realmente notoria en ámbitos más importantes que tienen verdadera responsabilidad en lo que ha pasado.
El simbolismo de borrarle unas estrellas al escudo de un club de fútbol no puede ocultar cosas muy graves como la decisión del gobierno de López Michelsen de recibir dólares de cualquier procedencia en el Banco de la República, convirtiendo al Estado en una lavadora de dineros mal habidos a través de lo que se conoció como “la ventanilla siniestra”. Tampoco puede soslayarse la presencia de estos dineros en la política, financiando campañas para cargos de elección popular desde el más bajo nivel, en alcaldías de pueblos ignotos, hasta las de la Primera Magistratura de la Nación.
¿Será que si este y otros equipos de fútbol acometen el gesto de devolver unas estrellas que algunos consideran ‘espurias’, servirá eso de catarsis nacional y volveremos a ser puros y castos? No, la historia es como esas máquinas registradoras que no devuelven, lo que pasó, pasó, y este tipo de revisionismo suele ser malsano. No se pueden devolver los dólares que entraron por aquella ventanilla ni tampoco quitarle la banda presidencial —o la pensión— al expresidente Samper, elegido con dineros del narcotráfico. Mucho menos se pueden dejar sin efecto las decisiones tomadas en su gobierno, que tienen hace rato la categoría de cosa juzgada.
Sin duda que muchos sectores económicos se beneficiaron —y se benefician aún— de dineros mal habidos pero los efectos perniciosos de la violencia subsecuente y la pérdida de valores dejan un balance ampliamente negativo. El narcotráfico no ha tenido un peso significativo en la economía colombiana; según el economista Alejandro Gaviria, ha sido inferior al 4% del PIB. En cambio, el daño en la sociedad no tiene precio, ojalá los narcos se hubieran gastado toda su plata en fútbol y no en aficionar a nuestra gente al dinero fácil, pervirtiendo una juventud que se debate entre el crimen y la prostitución.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 1 de octubre de 2012)
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