En Colombia, pocos temas llegan a concitar a la opinión nacional alrededor de una causa como el no acatamiento del fallo que nos despoja de 75.000 kilómetros cuadrados de mar territorial. Incluso la “opinión publicada” —que, en efecto, no es la opinión pública, como bien lo dice el Procurador Ordóñez—, también es partidaria, con algunas excepciones, de no acatar este asalto.
En efecto, no son un par de pelagatos los que sugieren desconocer el dictamen de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y, para sorpresa, provienen de todo el espectro político. Van desde el expresidente Uribe —y los que compartimos su visión general de la política— hasta contradictores suyos como el expresidente de la Corte Suprema Jaime Arrubla Paucar, el expresidente de la Corte Constitucional Jorge Arango Mejía, el senador Juan Manuel Galán y el exguerrillero Antonio Navarro Wolff. Y tal visión es compartida también por numerosos académicos de las más altas calidades.
En la otra orilla, no obstante, aparecen los mismos personajes que siempre están en contra de los más altos intereses de la Patria, palabra que, por cierto, les parece vulgar, ridícula y hasta peligrosa. Para ese grupúsculo, un desacato de esta naturaleza es una falta grave a la ética y la moral. Pero a esas mismas personas, por lo general, no les parece grave alzarse en armas, secuestrar o matar “para que otros vivan mejor”. Es evidente, pues, que su posición es producto del relativismo moral que las caracteriza.
El meollo del asunto no es ese de acatar cuando conviene y desacatar cuando no; no es cuestión de conveniencia. El hecho es, más bien, que las injusticias no se acatan, aunque hay que distinguir entre las decisiones de un tribunal interno y la de uno externo, y entre las que van dirigidas a una persona y las que tienen como sujeto a un Estado. Son cosas muy distintas.
Si un juez lanza de su casa a una familia, hay funcionarios encargados de hacer cumplir el fallo, por más injusto que sea, so pena de incurrir en el delito de desacato. No ha sido excepcional que, en estos casos, los habitantes del inmueble se resistan al desalojo, que la comunidad proteste y que los medios ejerzan presión para evitar lo que parece una injusticia. Existe, además, la doble instancia, y recursos extraordinarios que las altas cortes se toman a veces a su albedrío. Como si fuera poco, si se descubre que el juez ha prevaricado, tendrá su castigo.
Un tribunal internacional, en cambio, no tiene quién haga cumplir sus determinaciones. Y aclaremos que no se está insinuando que la obediencia solo pueda ser producto de la coerción. No, lo que ocurre es que en estos casos en que se toman decisiones contra estados soberanos, no hay manera de imponer un castigo punible. Incluso, en muchos casos, cuando un tribunal extranjero (de otro país) o uno internacional actúa contra un individuo, un Estado puede negarse a su entrega. Recordemos que un juez de Ecuador inició procesos contra Juan Manuel Santos y los comandantes de las Fuerzas Militares que ejecutaron la operación que dio de baja al terrorista ‘Raúl Reyes’, y Colombia rechazó sus pretensiones por tratarse de una decisión de Estado.
En el caso del desacato al fallo de La Haya tampoco hay delito, no solo porque es un tema contencioso sino porque los delitos son individuales y el rechazo del fallo sería una decisión de Estado. ¿Qué puede hacer el Consejo de Seguridad de la ONU? Nada, como nada ha podido hacer para evitar que el tirano de Siria, Bashar Al Asad, siga masacrando a su propio pueblo. En ese caso, China y Rusia han ejercido su poder de veto. En el caso nuestro hay varios candidatos a hacerlo, eso es claro.
Países de todas las pelambres han desconocido decisiones de la CIJ sin sufrir efectos de ninguna naturaleza. Esa Corte no goza de gran prestigio y cualquiera puede reconocer que el fallo contra Colombia es absurdo. De hecho, la prensa ha registrado preocupación de muchos países por la actuación de ese Tribunal. En cambio, estado que se muestra pusilánime en la defensa de su soberanía, pierde todo respeto y abre la puerta a más despojos. Eso lo sabe muy bien el señor Santos, lo que pasa es que siendo rehén de la mesa de La Habana, terminó siendo rehén del fallo de La Haya y del pedófilo que gobierna a Nicaragua.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 10 de diciembre de 2012)
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