En Colombia solemos dejarles coger ventaja a todos los problemas y casi siempre que se proponen soluciones radicales, son torpedeadas por personas que, al parecer, prefieren el desorden en vez de lo que tildan de ‘autoritarismo’. Así ha pasado con muchas problemáticas, como la proliferación de conductores borrachos o los desmanes de los hinchas del fútbol.
Hace años, los equipos profesionales decidieron alentar la presencia, en los estadios, de barras escandalosas, en detrimento de los antiguos hinchas que asistían en familia, con los hijos. Se convencieron de que tener fanáticos ruidosos era un incentivo para sus jugadores y un factor de amilanamiento del equipo visitante, lo que a la postre podría redundar de manera favorable en el resultado de los cotejos.
Probablemente, también se llegó a creer que esas barras de seguidores radicales se convertirían en una importante fuente de ingresos económicos para los clubes, al ser compradores de camisetas oficiales y toda clase suvenires, pero ello no resultó así. En nuestro medio, los barristas provienen generalmente de barrios pobres, y suelen suceder cosas como que los mismos equipos les regalen las boletas para el ingreso al estadio o que estos muchachos las compren pidiendo aportes ‘voluntarios’ en las calles, a lo que, por físico miedo, ningún ciudadano se niega.
Lo que resulta paradójico es que estos fanáticos ni siquiera observan el desarrollo de los partidos pues, por lo general, se dedican a consumir alucinógenos, a cantar y a brincar, muchas veces dándole la espalda a la cancha. En general, su actividad trasciende en mucho —negativamente, por supuesto— el mero apoyo a los equipos. En realidad, la pertenencia a estas barras parece ser solo un pretexto para conformar pandillas y hacer parte de un grupo que bien podría girar en torno de otros intereses.
Por supuesto que pocas cosas hay más instrumentalizables que el fútbol —esa especie de guerra— para alentar rivalidades locales y regionales, con toda su parafernalia de himnos, cánticos, banderas, camisetas, colores, estadios, ciudades, etc., y los reflectores de todos los medios de comunicación encima. De manera que los miembros de las barras están a sus anchas y se sienten importantes poniéndose de ruana, cada ocho días, desde las carreteras hasta sectores vitales de las principales ciudades del país.
Ya hemos perdido la cuenta de los muertos del fútbol y se volvió un asunto ‘normal’ en el marco de nuestras violencias cotidianas. El dolor de cabeza se tornó en un cáncer que perjudica a decenas de miles de personas. El caso de Medellín es paradigmático: el barrio Estadio pasó de ser un envidiado sector de clase media-alta y alta a una especie de gueto que se ha ido pauperizando con los años, en el que sus cómodas residencias se han devaluado hasta en un 50% y donde los días de fecha futbolera son un castigo.
Pero que en las casas vecinas al estadio se sufran toda clase de vejámenes podría ser hasta entendible. Lo que sí es inaudito es que los disturbios se hayan vuelto habituales en barrios ya bastante alejados de la unidad deportiva como Carlos E. Restrepo y Suramericana, lo que demuestra la gravedad que va alcanzando el asunto. Y lo que es peor aun, como ocurrió con motivo del pasado clásico entre Medellín y Nacional, es que el Metro se vea forzado a dejar cerradas las tres estaciones más cercanas al estadio para que los fanáticos no se transporten en él y así evitar los destrozos, en trenes y estaciones, que se volvieron habituales.
¿Cómo es posible que la administración municipal prefiera cerrar estaciones del metro, perjudicando a miles de personas, en vez de cerrar el estadio, que, valga decirlo, también es objeto frecuente de destrozos? Además, ¿no es absurdo que la mayoría de los policías de la ciudad tengan que dedicarse a evitar los excesos de las barras en los días de fútbol descuidando su tarea contra la criminalidad?
Se ha hablado hasta la saciedad de la forma en que Inglaterra erradicó a los violentos de los estadios y también la violencia asociada al fútbol, de sus calles. Aquí la Ley de Seguridad Ciudadana introdujo muchos avances para judicializar a estos desadaptados pero, como bien lo sabemos, en nuestro país las leyes no se cumplen. No hay un solo preso por desórdenes asociados al fútbol y tan solo unos cuantos de los que han asesinado a otros por una camiseta, están tras las rejas.
Esa es la diferencia frente a democracias más serias que toman soluciones contundentes y no se quedan en pañitos de agua tibia ni se van por las ramas. Aquí lo justificamos todo con la excusa de que estos muchachos no tienen la culpa de lo que hacen porque son muy pobres, o nos inmovilizamos con el argumento de que no se pueden tomar decisiones que perjudiquen a justos por pecadores. Por cierto que el pésimo nivel del fútbol local no justifica la muerte ni del más humilde de los colombianos. De ahí que ponerle tatequieto a esta absurda violencia debería contemplar hasta la cancelación del torneo. ¡Mano dura con esta sinvergüencería!
(Publicado en el blog Debate Nacional, el 25 de septiembre de 2013)
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