Hace más de un mes aseguré que Santos se había lanzado por la reelección y hoy no cabe duda. Su gobierno anda montado en un acrónimo que más parece un eslogan de campaña electoral –plagiado, además– y cabalga sobre el lomo de las dos mil casas gratuitas que, al estilo del extinto ‘nuevo mejor amigo’, el Presidente estará entregando cada semana, hasta el día de elecciones, llevándose por delante la Ley de Garantías. Por si fuera poco, Juanma dice que no se irá hasta que no haya paz, afirmación que se presta a toda clase de interpretaciones.
En su momento, también aseguré que las casitas eran una reacción desesperada a la caída en las encuestas. Pero como no se dio el repunte, al Gobierno le tocó sacar el as que tenía bien guardado entre la manga, como es esa componenda con las Farc.
Ahora, hasta Pastrana ha prendido las alarmas por el peligro de que un presidente en campaña esté empecinado en firmar un armisticio con terroristas, sin importar las concesiones que tenga que hacer. Distinto sería si Santos desistiera de reelegirse –para lo cual aún está a tiempo–, pero ha caído en el envanecimiento de creer que la paz depende de su reelección sin preguntarse, como dice Pastrana, si no es esta –y el Nobel y el reconocimiento internacional– la que depende de esa ‘paz’.
Por eso, sorprende el candoroso unanimismo que rodea esta negociación, con la que muchos dicen estar de acuerdo sin el menor análisis de lo que nos corre pierna arriba. Ahí están los partidos, ahítos de mermelada; los empresarios, aunque no quieren poner plata ni contratar excombatientes; los jerarcas de la Iglesia, tan preocupados de que les den de baja a esos pobres viejos ciegos y solos que dirigen a las Farc; los organismos multilaterales y las ONG, con honrosas excepciones, como las de HRW y la ONU, que han advertido que no puede haber amnistías ni impunidad…
El presidente Santos dijo en sesión plenaria de la CIDH, en Medellín, una barbaridad que pone de presente el talante impune de este proceso: “La justicia no debe ser obstáculo de la paz”. Pero en materia de derechos humanos el mundo ha transitado en sentido inverso en los últimos 20 o 30 años: nada ni nadie puede estar por encima de la justicia.
Entonces, de repente, todo el rompecabezas empieza a cuadrar para que los señores de las Farc transmuten de terroristas a Honorables Parlamentarios, con la bendición incluso de personas siempre tan ponderadas, como María Isabel Rueda, quien de pronto descubre un parrafito por el cual hasta podría ungirse como papa a ‘Timochenko’. ¡Chao, Bergoglio!
A la vez, es inexplicable cómo, de buenas a primeras, la doctora María Isabel viene a encomiar una fórmula tan peregrina como la del senador Laserna, que compara el arreglo con las Farc con la reunificación de las Alemanias, reduciendo el problema al tema financiero, como si de salvar una empresa quebrada se tratara.
Un símil muy desafortunado y hasta irrespetuoso con los germanos. ¿Acaso eran los alemanes orientales terroristas que asesinaban a los occidentales? ¿Están el pueblo y el territorio colombianos divididos en dos partes, que claman por la unificación? ¡No! Más acertado sería comparar este proceso con la entrega de Alemania a un grupo neonazi o de Afganistán a Al Qaeda.
Y la cuestión, en el fondo, no es de dinero; si lo fuera, hace tiempo se habría resuelto. Es un tema ideológico que no tiene término medio: es un todo o nada. Entre tanto, en cumplimiento de su plan estratégico, lo que las Farc puedan ganar ahora para recuperarse de los golpes recibidos les es vital. No han tirado la toalla ni la van a tirar aún. Solo cuando la tiren habrá llegado verdaderamente el momento de la paz.
(Publicado en el periódico El Tiempo, el 26 de marzo de 2013)
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