El doctor Petro y su troupe de barrabravas se parecen al traductor de señas para sordos de los funerales de Mandela: no saben qué monerías inventarse para mantener la patraña. Las argucias son varias.
Que el Procurador no tiene competencia para destituir al Alcalde Mayor de Bogotá. Falso. El Estatuto Orgánico de Bogotá (Decreto Ley 1421 de 1993) es claro en que el Presidente destituirá o suspenderá al Alcalde Mayor, entre otras causales, “cuando así lo haya solicitado el Procurador”. Que el Procurador no puede destituir a funcionarios elegidos por el pueblo. Falso. Los artículos 277 y 278 de la Constitución son contundentes. De hecho, en los últimos 10 años, la Procuraduría ha destituido a 791 funcionarios elegidos por votación popular, sin que nadie chille. Edgardo Maya Villazón destituyó a 460 entre el 2004 y el 2008, y Ordóñez ha hecho lo propio con los 331 restantes.
Que el Procurador actúa con sesgo por intolerancia política y/o religiosa. Falso. De los sancionados por Ordóñez, el 80 por ciento son de derecha (‘parapolíticos’) y solo el 5 por ciento, de izquierda. Que el problema de las basuras es un asunto de menor trascendencia. Curioso decirlo, pues el mismo Petro trató de revocar al alcalde Jaime Castro por el caos ambiental en que la estatal Edis tenía sumida a Bogotá hace 20 años.
Que la sanción fue excesiva. Piedad Córdoba fue inhabilitada por 18 años, Andrés F. Arias, por 16; Alonso Salazar, por 12; Cielo González, por 11; Juan C. Abadía, por 10… Y Maya Villazón le metió 12 años de inhabilidad a Fernando Londoño Hoyos por el caso Suárez Vacca –el juez que liberó a Gilberto Rodríguez Orejuela–, sanción promovida por Carlos Gaviria Díaz y otros congresistas de izquierda, y 15 años en otro proceso por supuesto favorecimiento ilegal de un consorcio italiano que construyó la Vía al Llano.
La verdad es que el fementido ‘golpe de Estado’ al Alcalde de Bogotá se ha convertido, más bien, en un infame matoneo contra el procurador Ordóñez y contra una institución que merece el respeto de propios y extraños. La odiosa intromisión del representante de la ONU, Todd Howland, debería ser suficiente para declararlo persona no grata y pedirle su retiro del país. En Venezuela –como hizo Chávez con José Miguel Vivanco– lo habrían escoltado al aeropuerto.
Por su parte, las declaraciones del próximo embajador de los Estados Unidos, Kevin Whitaker, son asombrosamente insólitas puesto que avalan la tesis de Petro en el sentido de que sancionarlo atenta contra el proceso de paz, lo que convierte a los terroristas en intocables. Y no estaba resaltando la vitalidad de nuestras instituciones, como quiso hacerlo ver la secretaria de Estado adjunta, Roberta Jacobsen, sino todo lo contrario. Un gobierno serio le negaría el beneplácito.
Finalmente, el fiscal Montealegre no tuvo empacho en enviar el CTI de la Fiscalía –¿mandado desde La Habana?– a buscar pruebas de un delito imaginario cuando en todo el país campea el crimen y hay miles de casos reales por investigar, y cuando debería aclarar las graves acusaciones que le ha hecho la contralora Morelli. Eso de devengar 4.000 millones de pesos en siete añitos, por asesorías a Saludcoop, parece más un enriquecimiento ilícito.
Al inepto y arrogante Gustavo Petro le advirtieron en todos los idiomas que en este y otros casos, su actuación rayaba en la ilegalidad. Pero no le importó. Conscientemente asumió que el suyo era un caso especial que trascendía toda norma, que ser un desmovilizado lo ponía por encima de la ley y que las negociaciones con las Farc lo blindarían porque, al parecer, allá no solo se está tramitando impunidad sino también inmunidad, una combinación fatal.
(Publicado en Periódico El Tiempo, el 17 de diciembre de 2013)
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