Decir que Colombia es un país presidencialista no es una novedad. Pero también hay que pensar que esa macrocefalia puede tener origen en la cojera de los otros dos bueyes de la yunta, que en la analogía de Franklin D. Roosevelt debían ser del mismo tamaño y fuerza y jalar para el mismo lado, para que la democracia funcionara.
Y no puede funcionar si el Legislativo está compuesto por personas poco idóneas, que se pliegan al Ejecutivo por mermelada o les meten palos a las ruedas si no se les da ‘participación política’. Admitamos que se gobierna con los amigos, que gobernar con los enemigos es imposible porque no somos ángeles y que esta anomalía se subsana en la medida en que se logra el objetivo del ‘bien común’.
Sin embargo, todo funcionaría mucho mejor si el Congreso se conformara en forma mayoritaria no con gentes que lo único que persiguen es el baloto de la dieta parlamentaria y todas sus canonjías –incluyendo la pensión–, sino con personas que hasta aceptarían esa representación a cambio de nada, pues tienen vocación de servicio y no la ambición de servirse del país.
Muchos congresistas ni siquiera podrían desempeñar cargos de mediana responsabilidad en el sector privado, pero disimulan su mediocridad gracias a sus unidades de trabajo legislativo, para lo cual cada congresista cuenta con cerca de 40 millones de pesos mensuales para contratar hasta 10 asesores, que, a la larga, son los que realizan el trabajo y los hacen quedar como príncipes ante la opinión, aun a aquellos que ni siquiera leen los proyectos de ley que tramitan.
Y a todo esto se suman cosas tan curiosas como el hecho de que una campaña al Senado tenga costos del orden de 4.000 millones de pesos, cuando los sueldos de un senador, en todo el cuatrienio, apenas llegan a la cuarta parte. ¿Será que estos servidores sacrifican más de 3.000 ‘melones’, de su propio peculio, por el bien de la patria? No, eso lo recuperan con creces; aquí la política es el arte del ordeño.
Por fortuna, cada cierto tiempo las sociedades tienen una oportunidad, que difícilmente se vuelve a repetir, de dar un salto cualitativo que rompa buena parte de esos vicios que lastran su progreso. Eso es lo que van a significar las listas del Centro Democrático, a Senado y Cámara, encabezada la primera de ellas por el expresidente Álvaro Uribe.
Y es que elegir, por lo menos, a una veintena de senadores –y un número similar de representantes a la Cámara– honestos, bien preparados, incontaminados políticamente y que no le deban su nombramiento a nadie, ni siquiera a Uribe, será un paso gigantesco en la renovación de las costumbres políticas y le dará un nuevo impulso al Congreso como la institución llamada a liderar la solución de los problemas colombianos.
No se trata de un simple asunto de cosmética para mejorar la imagen de la institución, sino de conformar un bloque sólido que atienda el sentir de las mayorías y nos devuelva la fe en el Congreso de la República. Una bancada que asista a todas las sesiones de principio a fin, que no se pelee por las oficinas, que no protagonice escándalos de ‘usted no sabe quién soy yo’, que le devuelva a la rama la dignidad perdida.
Una bancada que lidere las reformas que el país necesita, como las de la justicia y la política, incluyendo la del mismo Congreso, ¡con una notoria reducción de sus costos! Una bancada juiciosa en el control político y enemiga de los privilegios, la politiquería y la desidia, que conduce a la aprobación, a pupitrazo, de decenas de proyectos en la última sesión. Lo mejor de todo es que Uribe no estará solo; tenemos el material humano para cambiar para siempre este antro y, con él, la historia de Colombia.
(Publicado en el periódico El Tiempo, el 30 de julio de 2013)
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