Les hicieron ‘conejo’ a los habitantes de San Vicente del Chucurí (Santander) al revictimizarlos con un homenaje a sus victimarios, en cabeza del terrorista Camilo Torres. Luego les hicieron ‘conejo’ a los pobladores de Fonseca (Guajira), donde se consumó un despeje de facto para que las Farc hicieran proselitismo armado. Y, a renglón seguido, el Gobierno nos hizo ‘conejo’ a todos negando algo tan evidente como que no se trató de un acto a sus espaldas sino de un asunto consentido para el que hubo traslados aéreos (en avión y helicóptero), movimiento de tropas (los subversivos que entraron y los soldados que salieron) y una logística (tarima, luces, sonido y hasta baños portátiles) digna del show de Jorge Barón.
Ya sabemos, pues, cómo será el almuerzo. La gente no es boba, hasta los grupos étnicos (Onic, Cenafro) vienen manifestando que no quieren zonas de concentración de las Farc en sus territorios, de las que se había dicho que no serían más de diez, pero que podrían ser un centenar. Y eso que los combatientes de las Farc están cambiando de brazalete por el del Eln. La desmovilización correrá a cargo de milicianos, simpatizantes varios y reclutas de último minuto seducidos con la oferta de un “estipendio”, que será la menuda en las cuentas del posconflicto.
La paz resultó ser un arbolito navideño al que le quieren colgar de todo, y si la paz es cuestión de plata, viene siendo, más bien, una extorsión. Según Morenito, el del BID, “el esfuerzo tributario de los colombianos debe ser más alto”, y para eso está lista una clavada colosal, propuesta por la comisión de sabios, que aumenta en 16 billones el recaudo, cuando las anteriores reformas apenas alcanzaban uno o dos.
El momento no podría ser más inoportuno. La confianza del consumidor está en su nivel más bajo desde el 2002, y Standard & Poor’s bajó la perspectiva crediticia del país, de estable a negativo, incluyendo la calificación de los principales bancos. El dictamen es devastador: “Colombia está viviendo con unos ingresos que no tiene”.
Y, para colmo, ya todos se quieren ir del país. Que “por calidad educativa, el 65 por ciento de los colombianos busca estudiar afuera”. Que Anglo American se quiere ir del Cerrejón porque el carbón ya no es negocio. Que se van Ripley, el centro de innovación de Kimberly Clark y el Citibank… Y que las petroleras evalúan su permanencia en Colombia ante el incremento de las extorsiones.
La narrativa de la paz asegura que esta trae un pan bajo el brazo. Un credo que suele incrementar la pobreza exponencialmente. Ahorcar a los colombianos para pagar una paz ilegítima, en la que los bandidos solo van a reconocer algunas cosas “aburridoras”, es un despojo imperdonable, sobre todo cuando a diario vemos cómo se malgastan nuestros recursos, tirándolos a la “jura” (al aire) como en Reficar, feriándolos como en Isagén o masticándolos como en Palacio. Cien millones en chocolates y almendras es una aberración.
La paz de Santos tambalea en el extranjero. A la voz de Human Rights Watch (piñata de impunidad) se han sumado Amnistía Internacional, el vicefiscal Stewart, de la CPI; el secretario Kerry, el senador Leahy y The New York Times con un editorial que no pudo ser más demoledor: “el acuerdo de justicia es deliberadamente vago”. Ya todos le vieron las orejitas al lobo.
Y, en lo interno, a Santos se le vino el mundo encima por ignorar que ‘no solo de paz vive el hombre’. Según YanHaas, solo el 16 por ciento aprueba su gestión, mientras que el 69 por ciento cree que lo acordado favorece más a las Farc que a la mayoría de los colombianos, por lo que se impone el No en el plebiscito. Y eso que esta encuesta se hizo antes de lo del Conejo.
(Publicado en el periódico El Tiempo, el 23 de febrero de 2016)
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