El paro camionero tiene a muchos pueblos de Colombia viviendo al estilo Venezuela: ya las góndolas de sus tiendas y graneros exhiben sus viejas maderas desnudas, todo escasea. Lo que no está claro es si los transportadores tienen la razón en sus demandas o no, pues aquí cualquier grupo que tenga capacidad para ejercer presión, paralizando a una ciudad o el país entero, lo hace sin medir las consecuencias. A eso ha llegado el cacareado derecho a la protesta.
En lo sustantivo, es cierto que el combustible en Colombia es muy costoso, pues está cargado de impuestos en exceso, y que los peajes también lo son, no solo en comparación con países de similar desarrollo sino, incluso, con los del primer mundo. Pero no es fácil determinar si en verdad hay sobreoferta ligada al narcotráfico, que distorsiona los costos logísticos, o si lo que pretenden los camioneros es obtener más ganancias a costa de todos por un servicio que quieren manejar como un monopolio.
El tema se parece mucho al de los taxistas y su lucha contra Uber, gremio que ha monopolizado este servicio con una calidad espantosa. Y se enojan cuando les consiguen remplazo, como ocurrió hace poco cuando el hotel sede del Foro Económico Mundial para Latinoamérica, llevado a cabo en Medellín, consiguió lujosas camionetas para movilizar a los asistentes más importantes, a quienes los taxistas, vestidos de camisilla, bermudas y chancletas, pretendían montar en sus ruinosos ‘zapaticos’.
Si en realidad hay transportadores que trabajan a pérdida para lavar fortunas mal habidas, o para ganar clientela mediante competencia desleal, el tema debe pasar a manos de la Fiscalía y las superintendencias de Transportes y de Sociedades. La primera debe determinar dónde hay lavado de activos y actuar en consecuencia con cárcel y extinción de dominio de los camiones implicados, y las segundas deben hacer controles para garantizar el ejercicio de la libre y sana competencia, y castigar los carteles del transporte, que los hay.
De otro lado, no hay duda de que el Gobierno tiene un comportamiento inconcebible: a los camioneros los trata como a guerrilleros, y a los guerrilleros como a monjas de la caridad. Eso es evidente. Pero de ahí a pretender que a los camioneros se les deben satisfacer todas sus demandas, hay mucho trecho. Ceder a todas las pretensiones sectoriales es nocivo para el conjunto social, y nos hace recordar esas ineptas entidades oficiales de hace unos años plagadas de costosos beneficios laborales gracias a la presión de los sindicatos y la laxitud de los gobernantes. Pavoroso desangre que frenó Álvaro Uribe en su primer mandato, aunque a muchos les cueste reconocerlo.
En el futuro, y como en cualquier actividad económica, muchos rimuleros se van a quedar sin trabajo por mejoras en la competitividad. Se los va a llevar el ensanche. A mejores vías y puertos se necesitarán menos camiones, al igual que si se recuperan los trenes —el anuncio del gobernador de Antioquia va en serio— y el transporte de carga por el Magdalena. No sabemos si de aquí a unos años haya una economía próspera con cama para tanta gente.
A pesar de todo, nuestras escaseces son pasajeras y no pueden compararse con las penurias de los venezolanos, para un puñado de los cuales el poder pasar a Cúcuta se convirtió en tabla de salvación. Sobrecoge ver esas miles de personas que llegan como huyendo de una guerra y se complacen de volver a ver “tanta comida junta” mientras aquí se bota por falta de transporte. Lo más inquietante es que el salario mínimo mensual en Venezuela equivale a menos de 50.000 pesos, con lo que malcomen dos personas ocho días. ¿Y después?
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Trágicos días para el mundo: 84 muertos en Niza por el terrorismo islamista y 265 en la intentona de golpe en Turquía. Cifras que crecerán por la gravedad de los heridos.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 19 de julio de 2016)
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