Desde el momento mismo en el que surgió el escándalo, se sospechó que el hacker Sepúlveda era un infiltrado en la campaña de Óscar Iván Zuluaga y que todo era un montaje, las pruebas abundaban. Por una parte, tanto él como su esposa —una actriz de televisión— habían trabajado para Santos, Rafael Pardo, Germán Chica y J. J. Rendón en cargos de responsabilidad. Es decir, eran de la entraña santista.
Por otra, el hacker no era más que un fantoche que se decía capaz de infiltrar al Comando Sur de los EE. UU. y los sofisticados aviones Awacs. Pero su papel en la campaña de Zuluaga se limitó, básicamente, a alimentar una página web sobre las Farc y sus cabecillas, con información que se encontraba profusamente en Internet, a la que él le daba estatus de ‘filtraciones de inteligencia militar’. Todo un payaso.
Por último, saltaba a simple vista la intención de hacer daño con el insulso video de la reunión de Zuluaga y el hacker, ese que la revista Semana manipuló descaradamente para darle a la conversación un significado contrario al que tenía. En el video original, Zuluaga indaga acerca de ‘qué golpe va a dar Santos para subir en la intención de voto’, pero Semana suprime esa parte y salta a la expresión “queda un mes para dar un golpe, hermano”, dando a entender que Zuluaga es el que trama ejecutarlo. Verdaderamente vulgar.
Ahora, la declaración juramentada ante la Corte Suprema de Justicia del exdirector del CTI de la Fiscalía Julián Quintana, confirma que el gobierno de Santos articuló ese escándalo para perjudicar la campaña uribista. Todo fue un montaje de la Dirección Nacional de Inteligencia, al mando de un personaje como el almirante Álvaro Echandía —que tiene antecedentes en otro montaje, el caso del almirante Arango Bacci—, y del nefasto fiscal general Eduardo Montealegre.
Claro que el novelón no termina ahí. Lo que han ido descubriendo el periodista Gustavo Rugeles y la representante María Fernanda Cabal, es tenebroso.
En cuanto al viejo nuevo acuerdo con las Farc, se confirmaron las dudas que albergábamos. Los colombianos votamos No a todo el documento, no solo a una parte de este o a unos temas en específico. Por eso es indignante comprobar que el ‘nuevo’ acuerdo es el mismo que se había rechazado, con unas cuantas páginas más de verborrea. De hecho, usando una herramienta informática (https://draftable.com/compare) que permite comparar documentos destacando lo que se ha borrado y lo que se ha añadido, resulta imposible negar que se trata del mismo acuerdo con unos cuantos retoques, como la eliminación del reiterado concepto de ‘enfoque de género’, al que Santos le atribuye la derrota del plebiscito.
Los cacareados ajustes son meros saludos a la bandera, cosas insubstanciales, como el inventario de bienes al que se comprometen las Farc para reparar a las víctimas, la disminución en el monto de financiación para el partido de las Farc o que no puedan inscribir candidatos para las 16 circunscripciones especiales de paz, cosa que harán a través de sus otras denominaciones, como Unión Patriótica, Marcha Patriótica, Congreso de los Pueblos, etc.
Y no es tan cierto que ahora el acuerdo no haga parte del bloque de constitucionalidad; es peor, lo convirtieron en norma constitucional de obligatorio cumplimiento hasta la finalización de los tres periodos presidenciales completos posteriores a la firma del Acuerdo Final. O sea, el tiempo que las Farc se tardarán en tomarse el país, trece años y medio contando desde ahora.
Puro maquillaje para fingir que se atendió el mandato de las urnas. La mermelada coalición de Unidad Nacional lo pedaleará en el Congreso por la vía rápida del ‘Farc-track’, desconociendo la voluntad del pueblo soberano: un golpe de Estado. Y ambos hechos están conectados: a Santos había que reelegirlo como fuera para que la entrega del país a las Farc se llevara a término, que es en lo que estamos.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 22 de noviembre de 2016)
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