Mientras que “la población mundial que sobrevive con menos de 2.000 calorías al día ha caído del 51 % en 1965 al 3 % en 2005” (Rutger Bregman, Utopía para realistas, 2017), en Venezuela se ha dado un proceso radicalmente inverso en los últimos cinco años.
Dice el economista de la Universidad de Harvard Ricardo Hausmann que la pobreza en Venezuela “aumentó del 48 % en 2014 al 82 % en 2016, de acuerdo con un estudio realizado por las tres universidades venezolanas de mayor prestigio”, y que “en esta misma investigación se descubrió que el 74 % de los venezolanos habían bajado un promedio de 8,6 kilos de peso de manera involuntaria” (EL TIEMPO, 5/8/2017).
Además, explica Hausmann que “el sueldo mínimo en Venezuela, medido en la caloría más barata disponible, ha caído de 52.854 calorías diarias en mayo del 2012 a tan solo 7.005 en mayo del 2017, (siendo) completamente insuficiente para alimentar a una familia de cinco personas”. Y que, “desde entonces, la situación ha empeorado de manera drástica. Para el mes de noviembre, el sueldo mínimo se había desplomado a apenas 2.740 calorías diarias. Y la escasez de proteínas es todavía más aguda” (EL TIEMPO, 13/1/2018).
Muchos expertos aseguran que la situación ha empeorado porque Maduro decidió atender el servicio de la deuda a expensas de sacrificar las importaciones de comida, medicinas y materias primas, con lo que se agravaron los problemas de alimentación, atención en salud y producción industrial, y sin que por ello haya mejorado la confianza en ese país para recibir empréstitos. Hoy nadie les quiere prestar.
Como consecuencia, según el FMI, Venezuela es el único país del mundo que presentó una inflación de cuatro dígitos en 2017, llegando al 2.616 %, según estimativos del Parlamento opositor, aunque para otras entidades la cifra es aún mayor. Técnicamente se trata de una hiperinflación, ya que supera –por mucho– el 50 % de inflación mensual. Y, como si fuera poco, la caída del PIB en el 2016 fue del 16,5 % y en 2017, del 15 %.
No es mera retórica que el presidente de la Sociedad Venezolana de Pediatría afirme que a los médicos de los hospitales de Venezuela se les prohíbe señalar a la malnutrición como causa de muerte de niños. De hecho, los medios y las redes sociales dan buena cuenta de esta catástrofe, caracterizada por los anaqueles vacíos, los saqueos, la búsqueda de comida en las basuras y el éxodo en busca de mejor suerte; incluso, ahora en forma de balseros.
Que para comprar dos chupetas haya que dar un fajo de bolívares más grueso que un directorio telefónico o que unas cervezas suban un 30 % mientras se hace fila son anécdotas que reviven viejas tragedias como la hiperinflación alemana de 1923, cuando se necesitaba una carreta para cargar el dinero y se alimentaba la estufa con fajos de billetes que no valían nada. Con el billete de un billón de marcos (12 ceros) se compraban cinco panes de esos de a 200.000 millones cada uno, y en Venezuela comen aire con el salario mínimo de 6 dólares mensuales, unos 18.000 pesitos.
Las aventuras socialistas suelen conducir a hambrunas bíblicas, como en China y la Unión Soviética, y a paredones de fusilamiento como el de El Junquito. La ejecución del policía Óscar Pérez y sus amigos anuncia claramente cómo seguirá siendo tratada la oposición; hasta los obispos de Yaracuy y Lara fueron tildados de ‘terroristas’ por lo dicho en sus homilías: marcan calavera.
¿Va a permitir el mundo otro genocidio por simple observancia a la tal ‘autodeterminación de los pueblos’? Ese régimen no se irá solo, se requiere una intervención militar como pide Hausmann porque allá nadie vive, en Venezuela todos se están muriendo.
(Publicado en el periódico El Tiempo, el 23 de enero de 2018).
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