Editorial La Nación (Arg.)

Uno de los aspectos más brutales de la guerra, si es que efectivamente puede destacarse uno por sobre todos ellos, es el de las minas antipersonales, que han causado miles de muertos y mutilados en todos los territorios donde han sido arteramente colocadas. La organización que lucha para erradicar este tipo de armas en el mundo, Campaña Internacional para la Eliminación de Minas Antipersonales, señaló al presentar su informe anual 2005 que Colombia, con 1100 afectados, está ahora por encima de Camboya, donde hubo 875 víctimas, y de Afganistán, donde hubo 848.

El informe reportó 7300 víctimas en los países investigados, un 11 por ciento más que los registrados en 2004. De ese total, 2000 personas murieron, mientras que las restantes o quedaron mutiladas o heridas.

A pesar de los esfuerzos de múltiples organismos por la erradicación de las minas -ONG, gobiernos y personalidades diversas-, se considera que aún hay 78 países contaminados y por lo menos 13 naciones que siguen produciendo estos artefactos en escala militar, mientras otras producen nuevas armas con objetivos similares, según señaló la organización Human Rights Watch.

Las minas antipersonales se usan como defensa para impedir el acceso del enemigo a ciertas zonas, para hacer que concentre su acción en áreas donde se lo puede atacar eficazmente o para dificultar sus movimientos durante un ataque. También pueden utilizarse para dificultar el aprovechamiento de recursos en zonas que van a ser abandonadas al enemigo (instalaciones, equipo, vías de comunicación, entre otras), además de emplearse para reforzar obstáculos naturales o artificiales. Tienen carácter ofensivo cuando se utilizan para impedir que el enemigo atraviese una zona, para evitar su retirada o para obstaculizar el apoyo logístico.

Dentro de la complejidad del problema, que incluye el tratamiento de los sobrevivientes con asistencia médica y psicológica, además de facilitarles recursos mínimos para sobreponerse a la discapacidad, uno de los retos más costosos de los gobiernos, las Naciones Unidas y las organizaciones privadas es encontrar la manera más eficaz de detectar y destruir esas mortíferas trampas con el mínimo riesgo para los encargados de esa tarea.

Los Estados Unidos han sido los pioneros en programas de remoción de minas terrestres desde fines de los 80 y comienzos de los 90 en Afganistán y en Camboya, y, desde entonces, ha ido creciendo un movimiento mundial que ha movilizado cuantiosos recursos para atender a las víctimas y para financiar programas de desminado, pero los resultados están lejos de ser satisfactorios. En 2005 se donaron 376 millones de dólares para programas de erradicación en todo el mundo y los Estados Unidos fueron el mayor donante, con 82 millones de dólares. El año último se limpiaron de minas más de 740 kilómetros cuadrados, superficie que equivale al tamaño de la ciudad de Nueva York y constituiría el esfuerzo más amplio desde que comenzó la campaña de eliminación de minas en los años 80.

Las consecuencias del empleo de las minas van más allá del ámbito militar, pues la actividad de esas armas no cesa con el fin de las hostilidades. Las minas, que pueden permanecer activas durante décadas, son eficaces centinelas que no distinguen entre soldados y civiles. Y, precisamente, son los civiles sus principales víctimas.

Es de esperar que los acuerdos internacionales alcanzados en esta materia tengan la fuerza suficiente para hacer cumplir la prohibición total de fabricar, utilizar, almacenar o comercializar minas antipersonales o el armamento que las sustituya. De esa manera, también se podrá evitar la muerte o mutilación de miles de víctimas inocentes en distintos países del mundo.

Link corto: http://www.lanacion.com.ar/844577

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