El Código Nacional de Tránsito (Ley 769 del 6 de agosto del 2002) es un verdadero esperpento. La fluidez y la seguridad deberían constituir el interés primordial en materia de tránsito pero, en Colombia, la primera es deficiente y la segunda es siniestra. Y, aunque las causas de accidentalidad vial en el país son múltiples, no se necesita hacer un estudio para comprobar que la mayor es la imprudencia de los conductores, cosa que no se remedia con medidas triviales como la revisión técnico-mecánica o mediante la renovación obligatoria de las licencias de conducir.

La revisión técnico-mecánica de automotores existió hasta hace unos quince años sin ningún resultado positivo y muchos traumas a cambio. No sólo era un castigo para los ciudadanos que perdían uno o varios días en ese trámite sino que llegó a ser un impresionante nido de corrupción. Aparenta ser una medida lógica porque quién, en su sano juicio, puede negar la importancia de verificar que cada vehículo esté en óptimas condiciones de uso, pero su aplicación está llena de absurdos que la hacen ver como lo que es: un negocio de más de 200 mil millones anuales. De un lado, la medida obliga a examinar vehículos último modelo y, del otro, no puede chatarrizar esos carros que valen menos que el arreglo porque nadie va a asumir lo que sería una discriminación contra gente pobre; si no se han prohibido los vehículos de tracción animal en las ciudades, menos se van a sacar esos viejos carromatos que uno ve mecerse sobre el asfalto como el ‘barco ebrio’ del poema de Rimbaud.

Por su parte, la renovación de las licencias de tránsito no tendrá efecto positivo alguno sobre la movilidad o la seguridad. La licencia actual tenía carácter ‘definitivo’ precisamente porque su reposición periódica carece de sentido práctico en tanto que la proliferación de licencias falsas es un asunto de las autoridades judiciales y no del tránsito. Ese cartón, por cierto, no acredita la probidad de un conductor. Basta recordar el caso de un reportero que logró la expedición del pase de un ciudadano ciego, tan ciego como los congresistas que elaboraron esta Ley que obliga al Estado al entuerto de gastarse un billón de pesos en tamaña necedad, cuando lo que se requiere es hacer vías para impulsar nuestra economía y pavimentar las vergonzosas calles de Bogotá.

Todo esto no es más que una delirante insistencia en medidas anodinas, que no resuelven nada y solo benefician a los empresarios que prestan el ‘servicio’. Para la muestra, el certificado antigases, que de poco o nada sirve para disminuir la contaminación ambiental; y la ‘caja negra’, que tenía por objetivo ‘controlar’ la velocidad de los vehículos de pasajeros. En tanto, la legislación carece de dientes para sancionar ejemplarmente a los infractores y ni siquiera sirve para obligarlos a pagar las multas; mucho menos se ha conseguido poner el tatequieto a conductores asesinos y a empresas de transporte vinculadas recurrentemente en accidentes con muertos.

Estas disposiciones no son útiles ni empujan el carro en la dirección correcta. Es decir, no comportan solución alguna sino que constituyen meros subterfugios que hacen creer -gracias a que los resultados son intangibles- que se han adoptado correctivos rotundos. Nada más falso. Se busca el ahogado río arriba. No es que las direcciones se revienten o los frenos fallen, no generalmente. Es la flota que ‘vuela’ por carreteras de bajas especificaciones, es el conductor que dobletea el turno y se duerme plácidamente en las rectas -a veces para siempre-, es la falta de mantenimiento antes y después de cada viaje y no sólo cuando toca el examen anual, es la violación de todas las normas.

Resulta perverso todo aquel ‘impuesto’ que deje el recaudo en manos de particulares y cuyo beneficio social sea nulo. Y el país dizque preocupado por el uso que se dé a la caleta de ‘Chupeta’. La plata que se va a dilapidar es mucha.  ·

Publicado en el periódico El Tiempo, el 23 de enero de 2007

Posted by Saúl Hernández

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