A cualquiera que haya sido elegido ayer como nuevo Alcalde de Medellín —esto lo escribo el viernes— sería pertinente sugerirle que considere seriamente la posibilidad de nombrar un comité asesor de obras públicas, conformado por profesionales independientes entre ingenieros, arquitectos, urbanistas, economistas, sociólogos, etc., que podrían extractarse sin dilación de una serie de entidades que vienen luchando hace rato por la ciudad y la región de manera desinteresada o, cuando menos, honesta, como Proantioquia, la Cámara de Comercio, las universidades, los gremios, los sindicatos y demás.
Este Comité, que trabajaría ad honorem por la ciudad, se encargaría de evaluar con visión democrática y en defensa del interés de la ciudadanía, la pertinencia de todas esas obras que surgen desde el seno de la administración sin tener mayor sustento en las necesidades reales cotidianas -ni coyuntural ni estructuralmente- y que se van haciendo sin ton ni son, dilapidando recursos que podrían aliviar necesidades reales.
Ya sé que muchos -incluyendo al nuevo alcalde- van a decir que eso carece de sentido por la sencilla razón de que para eso es que se elige el burgomaestre, quien además selecciona personal calificado para que lo acompañe en la tarea de gobierno, y para eso tiene también el control político del Concejo y un control disciplinario por parte de varias entidades. Sin embargo, un buen gobernante no debería darle la espalda a un activo humano existente en la ciudad que posee conocimientos, experiencia y, a menudo, información privilegiada sobre asuntos de interés general, todo lo cual redundaría en mejores ideas, mejores obras, mejor manejo de los recursos públicos, más cercanía entre el gobernante y los ciudadanos, etc. Pero, acaso lo más importante, es que alejaríamos ese peligroso esquema de ejecución de obras públicas en el que se ha caído en la ciudad, en las últimas administraciones, que consiste en hacer obras inconsultas, innecesarias, inconvenientes y costosas, simple y llanamente porque hay billete, porque la gente paga cumplidamente sus impuestos y porque la vaquita de EPM todavía tiene la ubre turgente y no se la han podido secar.
Las obras publicas son esenciales pero no podemos seguir comportándonos como un nuevo rico, haciendo pendejadas aquí y allá que no son importantes ni urgentes, mientras lo importante y lo urgente se deja archivado. Basta con ver que llevamos cuatro años hablando del TLC y la ciudad aún está con los calzones abajo.
No hay ninguna excusa, por ejemplo, para explicar la demora en construir el acceso al Túnel de Occidente desde el sector de La Iguaná, cuando el dichoso túnel se terminó hace casi tres años, después de un lentísimo proceso de construcción que se tomó casi ocho. Que eso le corresponde a la Nación, o al Departamento, o que se está en el proceso de adquisición de los predios, o que ya casi se saca a licitación… Ninguna de esas disculpas nos van a ser útiles cuando la competitividad de la ciudad se vea golpeada y se nos convierta en más desempleo y más pobreza. Cuando eso pase, las obras inútiles no nos van a salvar.
Y es que haciendo un repaso mental nos damos cuenta de que en los últimos diez años hemos pasado de un correcto mantenimiento de la malla vial, una optima prestación de los servicios públicos y la construcción y mantenimiento de centros de salud y planteles educativos, a una desbordada ejecución de obras a las que nadie más que los gobernantes de la ciudad les han visto provecho y significado.
Juan Gómez Martínez agrandó la gramilla del estadio con argumentos peregrinos, compró la ‘Casa de Prado’ para que la ocupara el alcalde de turno, pasó la oficina del alcalde del piso dos al doce con un costo millonario, construyó el insólito puente peatonal de La Macarena, demolió un edificio nuevecito en la Plazuela Nutibara -que había costado 5 mil millones- sólo porque el maestro Botero opinó que le tapaba sus ‘gordos’, etc. Luis Pérez Gutiérrez hizo las redundantes ciclorutas, le puso rejas a la unidad deportiva, edificó la narcisista Torre del Ajedrez, construyó la horripilante Plaza de las Luces y muchos, muchos etcéteras. Sergio Fajardo Valderrama, como buen hijo de constructor, no se quedó atrás: amplió aceras donde nadie camina (y donde habían aceras) en detrimento del ancho de las calzadas vehiculares, hizo el ‘orquideorama’, el bulevar de la 10, el parque La Presidenta (el solar de un hotel cinco estrellas) y su oda al desperdicio: las pirámides.
En obras públicas, Medellín ha dado bandazos: desde sacar a consulta la obra 500 y acabar con el sistema de valorización hasta construir cualquier obra con la idea parroquiana de que todo es turístico, que los turistas van a cambiar a Machu Pichu por el Metro Cable. Le metimos una millonada a la Plaza Botero pero no huele sino a berrinche por todas partes. Sin duda, no sobraría oír consejos. ·
Publicado en el periódico El Mundo, el 29 de octubre de 2007
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