Los colombianos hemos visto desfilar a todos nuestros grandes enemigos, hacia la cárcel o el cementerio, en las últimas dos décadas. Primero fue el cartel de Medellín en pleno. Luego, el de Cali y, hasta hace poco, han estado haciéndolo los capos del norte del Valle. Por su parte, los ‘paras’ –los que no asesinaron ellos mismos– están tras las rejas y ya no meten miedo. En todos los casos, es el empoderamiento de las instituciones y las gentes lo que termina doblegando hasta al peor de los demonios.
Con las guerrillas la historia no podía ser distinta. El país les ha doblado la cerviz muchas veces ofreciéndoles impunes reinserciones que el Eln y las Farc han rechazado con insolencia y cinismo. Por eso, las mayorías hemos otorgado el mandato constitucional de derrotarlas por la vía militar, pues no creemos en el mito fundacional de las guerrillas, en ese cuento de que son invencibles gracias al apoyo popular o a las dificultades que ofrece la geografía. Esas disquisiciones solo han tenido por objeto ocultar la falta de voluntad política que ha habido en las altas esferas.
El presidente Uribe sacó a las Fuerzas Armadas de su eterno acuartelamiento desde el primer día de su administración y los resultados se vieron de inmediato, con muchísima mayor trascendencia que el mero hecho de despejar las carreteras «para que los ricos volvieran a sus fincas», como alguien llegó a decir. Bajaron dramáticamente todos los índices de violencia y eso mejoró la confianza inversionista. De ser un país en tránsito a «Estado fallido», pasamos «del miedo a la esperanza», si se me permite robar el eslogan que usó el ex alcalde Fajardo en Medellín.
Uribe persistió en su tesis de combatir a las guerrillas aun en su terreno, «… ir a las selvas a esculcarles las madrigueras». Antes, las tropas hacían operativos de una o dos semanas en zonas guerrilleras y se iban sin ningún éxito. Uribe sostuvo operativos durante meses y se empezaron a ver avances con las desmovilizaciones, la caída de mandos medios y los problemas financieros, logísticos y de comunicaciones de los frentes guerrilleros. Hubo otros éxitos de mayor resonancia, como las capturas de ‘Trinidad’, ‘Sonia’ y Rodrigo Granda, pero aparecían como hechos aislados.
Muchos seguían dudando de acciones como el Plan Patriota, pero Uribe persistió. Cada vez eran más evidentes los avances hasta que, desde los albores del 2007, los fracasos de las Farc empezaron a ser contundentes y repetitivos y se desencadenó un efecto dominó. Se les volaron Araújo y Pinchao; fue abatido alias ‘JJ’; recibieron condena mundial por asesinar a los diputados del Valle; ‘Carlos Losada’ fue herido en su propio campamento y confiscados su computador y el diario de la holandesa; fueron abatidos ‘Acacio’ y ‘Martín Caballero’, y sus frentes se desmoronaron; fueron capturados los correos humanos; fracasaron en el intento de ‘recuperar’ a Emmanuel y se evidenció su mendacidad patológica; el mundo entero les gritó ‘No más’ el 4F; cayeron ‘Doris Adriana’ y el histórico ‘Martín Sombra’ y ahora, abatido, ‘Raúl Reyes’, el número dos de la organización. Y lo más importante: no han tenido arrestos para emprender la ofensiva que ‘Marulanda’ anunció en diciembre.
A pesar de lo que piensen algunas mentes confundidas, las Farc están en los estertores. Solo les queda la alternativa de una reinserción digna, pero sin demasías, para lo cual deben cesar toda actividad criminal y acogerse a una negociación sin artilugios dilatorios. Ya no los salva ni el auxilio cómplice de gobernantes vecinos. La revolución de Chávez es un fracaso absoluto y su caída es cuestión de meses. Su propio pueblo se opondrá a un ataque aleve contra Colombia y, de perpetrarlo, le dará pie al imperio para que se lo lleve a un manicomio, que es donde debe estar. Ese es el destino de los enemigos de Colombia; parafraseando a Mao, no son más que tigres de papel. ·
Publicado en el periódico El Tiempo, el 4 de marzo de 2008
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