Arribamos al Bicentenario inmersos en las mezquindades de apátridas como Íngrid Betancur (así, en antioqueño, como aparece en su cédula) y la confusión de quienes creen ese cuento de que Uribe se tiró en los acercamientos de Santos con nuestro mayor enemigo, como si se tratara de un malentendido entre vecinos y no de una asechanza aviesa que busca enterrar nuestra democracia junto a los huesitos de Bolívar.

Pero volvamos con el tema de las sumas «simbólicas» tras las que hay otros ex secuestrados. Consuelo González de Perdomo pretende una reparación por 800 millones; Orlando Beltrán, por 1.200; Jorge Eduardo Géchem, por 7.380; y Gloria Polanco, por sólo 12.530 milloncitos. Y toca preguntarse si es justo indemnizar a unos personajes que han vivido divinamente a expensas nuestras, a cuyas familias se les pagaron cumplidamente sus jugosas dietas parlamentarias durante el cautiverio y por quienes el Estado realizó notorios esfuerzos en busca de su liberación.

Colombia sufre de demanditis aguda y el Estado las pierde todas, porque esta no es más que otra maniobra para esquilmarlo. Ningún país del mundo paga indemnizaciones por los crímenes que sus ciudadanos (o extranjeros) cometen en su suelo, excepto, en algunos casos, por delitos cometidos por agentes del Estado como resultado de fallas en actos del servicio. Para el resto existe la justicia y la doctrina de que la responsabilidad penal es individual.

Mientras Íngrid es la menos indicada para demandar al Estado por su proceder irresponsable, que la llevó a entregarse a sus captores, hay casos, como el de los diputados de la Asamblea del Valle, en los que le cabe al Estado una inmensa responsabilidad por el desamparo de una corporación de esa importancia, custodiada por solo dos policías. Similar reflexión podría cobijar el caso de Géchem, en el entendido de que la seguridad en los aeropuertos debe ser extrema.

En cambio, en los otros tres casos las circunstancias de tiempo, modo y lugar demuestran que estos secuestros fueron otro de los resultados perversos de la decisión de despejarles a las Farc la zona del Caguán. Gloria Polanco fue secuestrada en su residencia, en Neiva, el 26 de julio de 2001, por 100 hombres de la Teófilo Forero vestidos con uniformes del Gaula. Un mes después, Orlando Beltrán fue raptado en una finca de Gigante (Huila); y 12 días más tarde, Consuelo González, en la vía Pitalito-Neiva.

Más que al Estado, es al gobierno de Pastrana al que le compete una gran responsabilidad. Al área desmilitarizada fueron llevados decenas de secuestrados sin que Pastrana hiciera nada por impedirlo. Sólo actuó tras el secuestro de Géchem, el 20 de febrero de 2002, cuando la zona ya era insostenible. Por eso, ahí es donde debe darse el debate, en el sistemático incumplimiento de la ley por parte de muchos gobiernos que, al estilo de los emperadores romanos, alimentaron leones con carne humana.

La Corte Interamericana condenó al Estado colombiano por el homicidio de Manuel Cepeda Vargas, ocurrido el 9 de agosto de 1994, dos días después del traspaso de gobierno de Gaviria a Samper. A ellos les correspondía combatir a las guerrillas y a su hijo bastardo, el paramilitarismo. También, evitar el exterminio de la UP y, a la vez, enviar a la cárcel a sus miembros por complicidad con las Farc. ¿Lo hicieron? ¿Acaso lo intentaron?

Claro, eran épocas en las que se solían justificar los crímenes ‘altruistas’; «matar para que otros vivan mejor», como diría Carlos Gaviria. Si ahora todos exigen compensaciones es porque la doctrina de Seguridad Democrática caló hondo: el Estado tiene la obligación de protegernos a todos. Sin embargo, no se puede permitir que haga carrera la idea de que ser víctima de la violencia es como sacarse la lotería, mucho menos si se trata de la clase política parasitaria, a la que le cabe una dosis de responsabilidad en el estado de cosas. Esta felonía tiene visos de pillaje.

Publicado en el periódico El Tiempo, el 20 de julio de 2010

Posted by Saúl Hernández

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