Existiendo innumerables pruebas de que el Acuerdo Final pactado en La Habana ofrece concesiones en exceso al narcoterrorismo, es preciso interrogarse por qué hay tantos colombianos dispuestos a aprobar ese engendro del cual la mayoría no sabe nada, unos porque no han leído el mamotreto y otros porque no lo entendieron. Lamentablemente, son pocos los que se aventuran y concluyen esa pesada lectura, y menos aun los que descubren los monstruos agazapados en esas 297 páginas; porque, sin soslayar que abunda el analfabetismo funcional, y que el nivel de compresión de lectura es mínimo, en cultura jurídica estamos peor, es como si nos hablaran en chino.

Y a pesar de que por mero sentido común habría que desconfiar de esos acuerdos por tratarse de un contubernio cocinado en la satrapía de los Castro entre unos bandidos de la peor calaña y un presidente colaboracionista que se hizo elegir con engaños, hay sectores mayoritarios que los apoyan con cándidos e inocentes razonamientos que carecen de reflexión y ponderación, que demuestran absoluto desconocimiento acerca de lo acordado y que echan de ver que no se ha meditado lo suficiente acerca de los riesgos que ese convenio oculta. Predominan los lugares comunes como “hay que darle una oportunidad a la paz”, “es hora de terminar una guerra de 50 años”, “quiero dejarles un país en paz a mis hijos”, “tenemos que tener fe”, “hay que pensar en los campesinos porque en las ciudades no hemos vivido la guerra”, etc.

Este tipo de argumentos deja en claro dos cosas: la primera es que se está acudiendo a razones que no guardan relación con el Acuerdo Final sino que apelan al recurso maniqueo de la moralidad: la paz es buena y la guerra es mala. No se analizan actores, circunstancias, propósitos ni ninguna otra variable. La segunda es que todas esas razones tienen como factor común el hecho de que constituyen un salto al vacío, un verdadero acto de fe que se ejecuta “a ver si de pronto mejoran las cosas”. Es jugarse el futuro en el póquer presidencial, en un lance de dados, en un simple carisellazo; no importa que las cartas estén marcadas, los dados cargados y que con cara ganen las Farc y con sello pierdan los colombianos. Es un voto que naufraga a ciegas en las penumbras de la ignorancia.

¿Cuál paz esperan los colombianos que surja de esos acuerdos? Quedan activas las disidencias de las Farc, queda el ELN, quedan las Bacrim, y quedan tantos combatientes sueltos, y tan estimulados por la impunidad, que el crimen y la violencia se exacerbarán en el postconflicto como ha ocurrido en muchos países. Así que el idílico paraíso que muchos imaginan se hará añicos en la realidad.

¿Qué definen los colombianos como ‘paz’? Para no ir muy lejos, se supone que en Venezuela no hay guerra, que hay paz. Allá los generales se dedican es a comandar la distribución de la poca comida que hay. Sin embargo, en el vecino país se producen más del doble de homicidios que en el nuestro, con el agravante de que ellos tienen un tercio menos de pobladores. Son 25.000 homicidios anuales contra 11.585 en Colombia (2015); y ellos son 30 millones de habitantes y nosotros, casi 50. Luego, ¿dónde hay más ‘guerra’, dónde hay más ‘paz’?

Otorgarle a un movimiento marxista un acuerdo plagado de concesiones que fracturan la estructura institucional del Estado —lo cual es un verdadero golpe—, constituye una humillante rendición que nos pondrá de rodillas, sujetos a los deseos de unos perturbados que jamás han cambiado ni cambiarán su fracasada ideología. Si el 2 de octubre gana el Sí, habrá que reconocer el triunfo de las Farc y prepararse para la larga y horrible noche de su reinado, porque si millones aprueban ese adefesio sin conocer una coma, lo peor se puede esperar.

(Publicado en el periódico El Mundo, el 13 de septiembre de 2016)

Posted by Saúl Hernández

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