El Código de Policía de Bogotá prohíbe las ventas callejeras. ¿A qué costo se debe defender el espacio público?
Uno de los aspectos que le restan calidad de vida a las ciudades latinoamericanas y competitividad frente a las urbes de los países industrializados es el manejo del espacio público. Una ciudad tercermundista se reconoce por los arrumes de basura, el mal estado de las vías, la casi ausencia de amoblamiento urbano y las hordas de vendedores ambulantes. En Europa, la xenofobia está siendo alimentada por el desorden que los inmigrantes le han dado a las grandes ciudades; muchedumbres de africanos se toman las calles para vender artículos de contrabando o falsificaciones de marca y se marchan en un abrir y cerrar de ojos cuando llega la policía. En Norteamérica, los famosos barrios chinos —que conocemos por la televisión— son el dolor de cabeza de las ciudades más populosas. Hay casi un consenso generalizado en todo el mundo acerca de la relación entre espacio público y calidad de vida.
En Bogotá se acaba de estrenar el nuevo Código de Policía, que pone al día la ciudad en materia de convivencia y cultura ciudadana actualizando las sanciones en materia pecuniaria para que la violación de cualquier norma deje de ser un chiste de pocos centavos. Las sanciones se ataron al referente del salario mínimo legal diario vigente (smldv). Así, orinar en la calle cuesta 10 smldv, unos 110 mil pesos. Hay sanciones que serán muy útiles como, por ejemplo, por no usar los puentes peatonales, eso va a salvar vidas. También se prohíben las fiestas ruidosas, las mascotas sin correa —y se obliga al dueño a recoger sus excrementos—, obstaculizar la entrada a un garaje ajeno, etc. Pero hay una medida que está generando polémica y es la prohibición de las ventas ambulantes.
Las razones para prohibir las ventas ambulantes son de mucho peso, sobre todo en nuestras ciudades donde se vive una aterradora invasión del espacio público que entorpece el tránsito de peatones y hasta de vehículos. La Constitución Nacional, en su artículo 82, señala que «el Estado debe velar por la protección de la integridad del espacio público y por su destinación al uso común, el cual prevalece sobre el interés particular»; por tanto, prohíbe el usufructo del espacio para fines particulares. No obstante, más allá de la letra de la Constitución, es evidente que la proliferación de vendedores es el primer paso que conduce una zona determinada al deterioro total, involucrando toda clase de delitos y conductas reprobables como prostitución, venta y distribución de narcóticos, piratería, pillaje, vagancia, expendio de licores y demás.
Al mismo tiempo, las ventas informales son desleales frente al comercio organizado que paga impuestos, impulsa el desarrollo de la construcción y la propiedad raíz, paga servicios públicos y tasas de aseo, y emplea a muchas personas con todas las garantías. El sector informal no sólo no paga impuestos de industria y comercio sino que a menudo negocia con mercancía de contrabando y piratería de toda clase. También hay explotación laboral de niños, mujeres y ancianos, e incluso de adultos que manejan puestos de venta y mercancías suministradas por avivatos que se aprovechan del desempleo y la falta de control del espacio público para tener varios puestos en las calles o ‘empleados’ deambulando por todas partes con salarios miserables. La mayoría de vendedores ambulantes no son los miserables que uno imagina, sus ingresos pueden alcanzar entre dos y tres salarios mínimos y ello estimula su existencia, no cambiarían las ventas callejeras por un trabajo común cumpliendo horarios, soportando un jefe y ganándose el mínimo.
Sin embargo, muchas personas alegan que las ventas informales —que son casi el cien por ciento de lo que se conoce como ‘el rebusque’—, son lo que le ha permitido sobrevivir a medio país desde que el empleo industrial se fue a pique en los últimos seis años, como consecuencia de una apertura económica a rajatabla, y desde que el campo dejó de ser rentable y seguro a causa de la guerrilla. Las cifras oficiales de desempleo se ubican en el 16%, pero muchos analistas aseguran que el subempleo o rebusque está por los lados del 30%. Ya se ha dicho que si nuestro país no ha vivido momentos tan críticos como los recientes de Argentina ha sido gracias a la capacidad de sufrimiento del campesinado colombiano y a la cultura del rebusque de las clases menos favorecidas.
Está muy bien controlar las ventas en el espacio público por cuanto han desbordado límites sanos y sensatos; se debe prohibir a toda costa que las empresas desarrollen sus ventas en los semáforos, que se comercien productos de contrabando y artículos falsificados en cualquier esquina, que los menores trabajen como vendedores informales en detrimento de su escolaridad —con la consabida disculpa de que tienen que ayudar para el sustento familiar—, etc., pero tanto como prohibir todas las ventas callejeras es un asunto que merece un análisis muy serio. ¿De qué van a vivir los miles de buhoneros que hay en Bogotá o en cualquiera de nuestras ciudades? ¿Cuánto tiempo tardaría el comercio formal y el aparato productivo en beneficiarse de la desaparición del comercio informal para generar puestos de trabajo que cobijen a los hoy subempleados? El asunto tiene muchas connotaciones sociales y culturales que desbordan las buenas intenciones de un código que parece redactado para la capital de Dinamarca.