El historiador Yuval Noah Harari trae a colación en su último libro, Homo Deus (2016), la tesis de que la victoria en cualquier tipo de enfrentamiento entre humanos —o contra animales— ha sido producto de la “cooperación a gran escala”; el triunfo recae en quienes son “capaces de cooperar de manera más eficaz” (p. 153). Y el ejemplo que expone no puede ser más revelador e inquietante: en 1917, el partido comunista ruso solo contaba con 23.000 integrantes, a pesar de lo cual se impusieron en el poder sobre cerca de tres millones de personas que constituían la élite de las clases dominantes y de 180 millones de campesinos y obreros.
¿Cómo logró tan insignificante minoría imponer el comunismo y mantener a la Unión Soviética durante ocho décadas? Pues, como explica Harari, ello se alcanzó porque sus líderes conformaron redes de cooperación mucho más eficientes que las de la élite. Incluso, para Harari, el número de personas que apoyan una u otra causa no es lo que importa, lo verdaderamente importante es su capacidad de organizarse y cooperar.
Sin duda, este ejemplo debería bastar para demostrarles a muchos escépticos que las posibilidades de que el comunismo —o el castrochavismo— se tome el poder en Colombia son reales, aun cuando aquellos las niegan de plano con el argumento de que ‘nadie’ va a votar por las Farc. Las señales de peligro abundan.
El pasado 2 de octubre, el No se impuso en el plebiscito. No obstante, y a pesar de que las reglas estaban claramente establecidas, se ha propinado un verdadero golpe de Estado reviviendo el acuerdo y otras normas que habían sido negadas por los colombianos. ¿Por qué? Retomando a Harari, por la colaboración activa de una serie de personas funcionales a las Farc que están instaladas en puestos claves desde los que pueden tomar decisiones radicales que permitan imponer el acuerdo negado por la mayoría.
Por ejemplo, solo uno de los nueve magistrados de la Corte Constitucional (Luis Guillermo Guerrero) se negó a darle vía libre al mecanismo del fast track para la implementación de los acuerdos con las Farc, mediante el cual se convierte al Congreso en un simple notario que firmará sin chistar todas las leyes que les deslicen desde la Casa de Nariño, cuyo inquilino, además, será dotado de superpoderes dictatoriales a la manera chavista.
Incluso, las maquinaciones a veces trascienden las fronteras. El premio Nobel de Paz adjudicado a Santos proviene de una organización de clara tendencia izquierdista, con lo que su ‘cooperación’ está prácticamente garantizada. En el fondo, hasta sería mejor que dicho premio hubiera sido conferido como pago a las concesiones petrolíferas otorgadas por el gobierno Santos a la noruega Statoil, pero la verdad es que se trató más de un estímulo con una clara intencionalidad política para darle un empujón al proceso con las Farc luego de la derrota en el plebiscito. Es decir, no solo es un premio inmerecido sino una clara injerencia en asuntos internos de nuestro país.
El comunismo en Colombia está conformado por una minoría que probablemente no llega a las 500.000 personas (el 1% de la población), pero puede contar con unos 50.000 activistas (el 0.1% de la población) bien instalados en puestos claves, que son los que han hecho el trabajo de horadar nuestra democracia desde adentro. Dominan los sindicatos, la justicia, la educación pública, los medios de comunicación, los partidos políticos, la iglesia católica y muchas de las entidades del Estado. O sea, es un cáncer que ha hecho metástasis. Y, por supuesto, reciben colaboración de sus pares extranjeros: el comunismo es una religión ecuménica.
Así que a quienes siguen pensando que las Farc no se van a tomar el poder porque nadie va a votarlas, les doy una mala noticia: el comunismo no está trabajando por llegar al poder sino por quedarse. El trabajo está adelantado y tienen las de ganar ante el caos de nuestra indiferencia.
(Publicado en el periódico El Mundo, el 20 de diciembre de 2016)
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