Empieza un proceso de paz con los paramilitares que no parece de buen pronóstico. Mientras las guerrillas gocen de buena salud siempre habrá quienes retomen las banderas de las autodefensas.
La desmovilización de 800 combatientes del Bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), a iniciarse este martes 24 de noviembre en Medellín, es un experimento de dudoso resultado, habida cuenta de que no tiene ninguna lógica que los paramilitares se desmovilicen primero que las guerrillas, lo cual vendría a ser como cerrar las llaves del agua antes de apagar el incendio. Claro que las Auc, por su naturaleza, se parecen más a gasolina que a agua y debido a eso, en teoría, restar combatientes debe disminuir la intensidad del conflicto.
El Bloque Cacique Nutibara tiene la particularidad de ser un comando urbano cuya área de influencia es el Nororiente de Medellín, un sector miserable en el que la violencia ha sido el pan de cada día en las dos últimas décadas desde que Pablo Escobar pervirtió a los jóvenes con su poderío económico y conformó todo un ejército de sicarios. Luego de la muerte del capo, lo que era el brazo armado del narcotráfico se dividió en pandillas, enfrentadas entre sí por el dominio de pequeños territorios, y temidas bandas —como ‘La Terraza’— dedicadas al secuestro, al robo de carros, a los atracos bancarios o a servir de mercenarios al mejor postor. Y aunque las guerrillas casi siempre han tenido presencia en las ciudades colombianas a través de las llamadas ‘milicias populares’, en los últimos dos o tres años las Farc, principalmente, dieron un paso adelante en Medellín, adonde llegaron combatientes desde el Caguán para afincarse en la Comuna 13, Centro-occidente de la ciudad, obligando a las autodefensas a incrementar su presencia ante la incapacidad del gobierno de Pastrana y las autoridades locales para detener esa incursión.
Durante el 2001 se denunció que las bandas de Medellín estaban siendo tentadas con mucho dinero por guerrillas y autodefensas para alinearse a uno u otro bando pero ninguno tuvo mucho éxito para convencer a unos delincuentes sin ideología, sin convicciones, sin disciplina militar. Las barriadas pobres de Medellín han sido un campo de cultivo para la violencia del dinero fácil pero no para la violencia promovida por la utopía comunista ni por la redención ofrecida por los paramilitares en defensa de un paraíso excluyente en el que los miembros de esas bandas saben que no tendrían mayores oportunidades para salir de la pobreza. Sin embargo, en cualquier momento podrían cambiar de parecer y sumarse a las filas de cualquier bando.
Por eso, la dejación de armas de 800 combatientes es un acto meramente simbólico en una ciudad que tiene más de 10 mil jóvenes en las bandas y pandillas. Es simbólico también porque aunque se desmovilicen todos los miembros de las Auc, mientras persista la guerrilla y persista la incapacidad del Estado para combatirla —actualmente por falta de recursos y no de voluntad política—, los colombianos tendrán todo el derecho a defenderse de la acción de unos terroristas que quieren fundar un Estado despótico sobre las cenizas del país.
Es simbólico además porque ante la arremetida de criticas infundadas por parte de tantas Ong’s proclives a apoyar a la subversión armada, al presidente Uribe no le queda otro camino que retirar a ese factor de perturbación que pone a las instituciones colombianas en la picota pública de la opinión internacional, sembrando dudas sobre la violación de los derechos humanos como política de Estado. Por eso, a pesar de que el Ejército abatió la semana pasada al líder paramilitar César Gómez Giraldo, tercer cabecilla del Bloque Metro, en San Roque (Antioquia), y a otros nueve ilegales de ese grupo, el presidente no vaciló en denunciar que los policías de Ituango, un martirizado pueblo del norte de Antioquia, se sientan a tomar whisky con los ‘paras’ mientras estos cobran vacuna (extorsión) a los comerciantes del lugar. El nuevo director de la Policía Nacional los destituyó de inmediato.
Ya a mediados de los noventas hubo un caso de desmovilización en Medellín (Mircoar) que dejó un sabor amargo. Los milicianos desarmados formaron una cooperativa de vigilancia porque no habían más opciones de trabajo. Se encargaban de la seguridad de sus propios barrios dotados de un simple revólver y escopetas. Sus enemigos, mejor armados, los eliminaron a todos. En esta ocasión el problema es el mismo con el agravante de que el Estado no tiene recursos suficientes y la comunidad internacional no ve con buenos ojos el proceso: que son narcotraficantes tratando de limpiar sus culpas, dicen unos; que son violadores de los derechos humanos, dicen otros. Y a los Estados Unidos parece interesarles sólo la extradición de Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, los comandantes que para las autoridades norteamericanas no son más que un par de mafiosos.
Este proceso será un éxito en la medida en que se asegure que los desmovilizados puedan llevar una vida normal, lejos de cualquier tipo de delincuencia y a salvo de sus enemigos. Con ello se asegura la desmovilización del resto de las Auc y de buena parte de los grupos subversivos. Pero será un acierto, sobre todo, si se logra que los reinsertados no sean reemplazados por otros y este proceso no resulte ser apenas como un cambio de guardia. Con una guerrilla todavía intacta en sus estructuras, con un Estado que carece de recursos para aumentar el pie de fuerza a los niveles aconsejables para la situación de conflicto que debe afrontar, y en un país agobiado por el desempleo, donde el sector de mayor generación de puestos de trabajo es la guerra, este proceso no parece ser de muy buen pronóstico; apenas un cambio de guardia o, como dijo el nuevo ministro de Defensa, Jorge Alberto Uribe, refiriéndose a los cambios en la cúpula militar: «Es una época del año como cuando se dan las manzanas o se caen las peras…».¿O serán «los paras»?
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