Entregar las armas y reinsertarse a la civilidad no faculta a los del M-19 para ignorar lo consumado o reescribir la historia.

Dicen que en las guerras, la primera víctima es la verdad. Ningún colombiano quisiera soportar la ignominia de ver en el Congreso, investidos de ‘Padres de la Patria’, a personajes como Mancuso, el Mono Jojoy o Raúl Reyes. A eso se quiso referir el presidente Uribe, en Miami, cuando dijo que con los ‘paras’ no se van a repetir los errores del pasado, cuando se indultó al M-19 a pesar de que «quemó el Palacio de Justicia en asocio con el narcotráfico». Sin embargo, estamos en campaña y el presidente es candidato, por eso responde la oposición en montonera: todo lo que el Presidente diga o haga puede ser usado en su contra.

Dice Alonso Salazar, connotado violentólogo y actual secretario de Gobierno de Medellín, en su libro La parábola de Pablo (Ed. Planeta, 2001. p. 104), que «Pablo (Escobar) apoyó al M-19 con recursos y dinero (…) Si algún mando del M-19 —como sucedía frecuentemente con Iván Marino (Ospina)— estaba en riesgo extremo podía llegar a Medellín y cubrirse bajo el techo de Pablo y sus hombres». A lo largo del libro hay numerosas referencias de esta relación: Un cercano de Escobar dice que «Pablo fue un aliado, un admirador del M-19». Muchos otros analistas señalan directamente a Los Extraditables como patrocinadores de la toma, no para quemar expedientes porque había copias pero sí para provocar caos y por venganza. No obstante, los antiguos guerrilleros del ‘M’ lo niegan con el liviano argumento de que una comisión gubernamental de la época, encargada de investigar, no halló prueba en tal sentido. Bien. Supongamos, en gracia de discusión, que el narcotráfico no participó. ¿Y la quema? ¿Acaso el Palacio de Justicia se quemó por descuido de una empleada que dejó una veladora encendida frente a una imagen del Corazón de Jesús?

Creámosle a los apologistas de la delincuencia. Digamos que la culpa de esa carnicería (o parrillada) la tuvo el Ejército Nacional por la manera feroz en la que arremetió contra el Palacio, al estilo de las fuerzas rusas en el teatro de Dubrovka o en la escuela de Beslán. Es más, olvidémonos del Palacio de Justicia, supongamos que nunca existió. ¿Qué hay de los otros crímenes? ¿No asesinaron, al líder sindical José Raquel Mercado? ¿No secuestraron y asesinaron a centenares de colombianos?

Dice Ricardo Santamaría, uno de los negociadores con el M-19, que los crímenes de lesa humanidad no fueron indultados pero afirma que no sabe, él, el negociador, cuántos guerrilleros fueron a la cárcel. Nadie lo sabe, nadie los conoce. Y si los hubo, resulta curioso, cuando menos, que en una organización castrense en la que no se cae una hoja de un árbol sin la orden de un comandante, todos los cabecillas hayan sido indultados hace 15 años como si las órdenes de secuestrar, matar, robar, tomarse embajadas diplomáticas y un edificio cualquiera donde habían unos jueces, las hubiera impartido un segundón. Es decir, ninguno de ellos, hoy honorables ciudadanos, mató, robó, secuestró, ni tuvo algo qué ver con un Palacio que sólo existió en la imaginación de los colombianos.

Eso mismo nos van a decir los cabecillas de las Farc cuando algún presidente futuro contemporice con ellos y los indulte, y los sienten a escribir una nueva Constitución como acaba de proponer el Partido Liberal en el proyecto de régimen parlamentario. Nos dirán, por ejemplo, que no se acuerdan de ninguna Daniela de 15 años, secuestrada 11 meses, asesinada de cuatro puñaladas y botada a un caño; de ningún Erwin Ropero de nueve, volado en átomos con una bicicleta bomba; de otros niños cuyos nombres ya se perdieron en el olvido… De los ya miles de colombianos (y extranjeros también) secuestrados, asesinados, robados, mutilados por las Farc, principalmente. «¡Nosotros, ¿cuándo?!», nos dirán, fingiendo ser ángeles, como los del ‘M’, indignados ante la verdad.

En su momento, la sociedad colombiana creyó en la alternativa de ‘el mal menor’ para evitar que estos delincuentes persistieran en su barbarie. Eso es válido y el proceso fue exitoso; Colombia los perdonó pero olvidar es imposible, las cicatrices persisten y cualquier colombiano tiene derecho a plantarles la verdad en la cara porque lo hecho, hecho está, y el entregar las armas y reinsertarse a la civilidad es loable pero no faculta para ignorar lo consumado o reescribir la historia. Por algo dicen que el pasado no perdona y que el que tiene rabo de paja, no se debe arrimar a la candela.

Posted by Saúl Hernández

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