Eliminar el paramilitarismo sin vencer a la subversión es un error en una ecuación en la que el orden de los factores altera el producto.
El ataque de las Farc en Tierradentro, corregimiento de Montelíbano (Córdoba), en el que fallecieron 17 policías y tres civiles, da cuenta de dos realidades duramente cuestionadas: la primera es que los grupos paramilitares sí se han desmovilizado; no se ha efectuado un proceso fingido, como consideran algunos contradictores, en el que subsisten las estructuras mientras se entregan algunas cuantas armas y se ‘desmovilizan’ individuos que no son combatientes. El otro asunto es que las zonas que antiguamente estaban dominadas por los paramilitares están siendo copadas por las guerrillas tal como temían los campesinos —prueba fehaciente del desmonte del paramilitarismo—, y el Estado no tiene recursos suficientes para mantener el control.
El sitio del ataque, Tierradentro, está en el corazón de lo que hasta hace un par de años, a lo sumo, era el principal enclave de las autodefensas. Mientras estuvo bajo el poder de los paramilitares a nadie se le habría pasado por la cabeza que hasta allí llegara una columna de 500 subversivos para atacar el puesto de Policía, para poner en entredicho la política de seguridad del Gobierno, para anunciar que son los nuevos mandamases de la región y para apropiarse de los abundantes cultivos de coca que, otrora, financiaban a sus enemigos.
Desde que se iniciaron los diálogos con los grupos de autodefensa, la preocupación de muchos sólo giraba en torno del tema de los castigos para tan temibles asesinos y perpetradores de masacres. El tema se politizó, apenas se hablaba de verdad, justicia y reparación, mientras que a los guerrilleros siempre se les ha recibido con los brazos abiertos del indulto y con promesa de Constituyente, receta mágica que el mismo presidente Uribe ofertó hace un mes cuando gobierno y Farc se hicieron algunos coqueteos de paz. Pero en las zonas paramilitares la preocupación de los campesinos siempre fue otra, la de cómo los iban a proteger de las vengativas incursiones guerrilleras.
Desde el comienzo se supo que las Farc fueron copando las zonas abandonadas por el paramilitarismo, huérfanas de seguridad. La guerrilla regresó rápidamente a regiones de donde habían sido desplazadas sin el menor reparo y poco a poco fortalece su presencia gracias a su gran capacidad de mimetizarse entre la población civil sin que las Fuerzas Armadas puedan hacer mayor cosa sin incurrir en supuestas y en reales violaciones de los derechos humanos. Cabe recordar que si el paramilitarismo pudo extirpar a la guerrilla de muchas regiones se debió a cruentas prácticas de exterminio, eliminando sin reserva a quien pareciera o fuera comprobadamente un colaborador de las guerrillas. De esa manera, jugando al ensayo y al error, asesinando guerrilleros de civil, como decía Carlos Castaño, pero equivocándose a menudo, como también lo admitía, le cortaron el oxigeno a la subversión en áreas que antes dominaban. Sobra decir que las Fuerzas Armadas no pueden operar de esa forma.
Por supuesto que sería una canallada pretender decir que las estructuras paramilitares debieron mantenerse tranquilas y hasta permitir que se hubieran diseminado en otras zonas del país para atacar a la subversión con sus métodos despiadados, pero las buenas intenciones con las que el gobierno del presidente Uribe impulsó el desmonte del paramilitarismo cuentan muy poco. El Gobierno arguyó que este factor de perturbación debía desaparecer por cuanto la guerrilla siempre ha exigido su disolución para hacer la paz. También se mencionó la desinstitucionalización producida en inmensas zonas en donde no hacía presencia el Estado y era suplantado por los grupos de autodefensa. Igualmente se dijo que los ‘paras’, considerados terroristas y narcotraficantes, eran enemigos del Estado y debían ser combatidos; sacarlos de la confrontación era, por tanto, aliviar la tarea de unas Fuerzas Armadas que debían enfrentar a varios enemigos al tiempo, y quitar de en medio un factor que ha corrompido a muchos miembros del Estado.
Todo esto es cierto pero el problema es que la cosas tienen derecho y tienen revés. Eliminar el paramilitarismo sin vencer a la subversión no sólo resulta siendo un favor para las guerrillas, quitarles de encima a su peor enemigo, sino un error en una ecuación en la que el orden de los factores altera el producto. Las autodefensas sólo pueden desaparecer cuando lo haga la subversión y mientras ésta subsista aquellas revivirán. Las zonas que dejan los ‘paras’ deben coparlas fuerzas de paz extranjeras, desmovilizados bajo el mando del Ejército o unas Fuerzas Armadas robustecidas en número de efectivos y mejores recursos. Los pilotos más experimentados mueren en los vetustos aviones de la Fuerza Aérea y a las tropas las masacran en las carreteras cuando se movilizan en unos camiones más apropiados para transportar gallinas. Por eso el impuesto de guerra a los altos patrimonios debería ser permanente, que los pudientes pongan plata ya que ni siquiera prestan a sus hijos para tomar los fusiles.
Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 13 de noviembre de 2006 (www.elmundo.com).
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