La pólvora es señalada injustamente como responsable única de las tragedias de diciembre.
Se está volviendo un problema de todos los años, por esta época, el asunto de la pólvora. Pero es un tema que se magnifica de manera injusta. Ya existe un gran consenso en el sentido de prohibir el expendio de pólvora en todo el territorio nacional para evitar el drama de los niños quemados —incluso de adultos—, pero el asunto es más profundo.
Según estadísticas confiables, a hospitales como el San Vicente de Paúl de Medellín —que recientemente obtuvo el primer puesto nacional entre las entidades prestadoras de salud de alta complejidad—, la mayoría de infantes que ingresan solicitando atención por quemaduras, aun en los diciembres, son víctimas del derrame de líquidos calientes, a menudo ocasionados por prácticas aparentemente inofensivas como la preparación callejera de sancocho, buñuelos, natilla, cerdo y las demás viandas de fin de año.
Sin embargo, la pólvora es señalada como responsable única de las tragedias de los niños quemados en diciembre. En décadas pasadas el uso de juegos pirotécnicos era probablemente mayor al de hoy y el número de quemados era proporcionalmente inferior.
En el fondo, lo que se advierte en el drama de los niños quemados es el descuido permanente en que se tiene a los menores. Niños que ingieren ‘totes’ que encuentran en la calle, niños que se queman con pólvora dos veces en la misma semana o que son quemados con la pólvora que manipulan terceras personas en sitios concurridos, son situaciones que se asemejan a los episodios reiterativos de menores abusados sexualmente, de menores víctimas de minas antipersona y artefactos explosivos abandonados por actores del conflicto o de niños electrocutados al tocar conexiones defectuosas o electrodomésticos que están pasando corriente.
Es decir, lo que se nota es un descuido generalizado de los menores de edad en todo el país, en todas las épocas del año y en las más diversas circunstancias. Eso se ha incrementado desde que la Constitución del 91 puso en entredicho la potestad de los adultos sobre los menores de edad, enarbolando el tema del libre desarrollo de la personalidad.
Hace 15 años nadie ponía en duda la autoridad de los padres y los maestros. Hoy los individuos, amparados por una norma extravagante, deciden desde muy niños cómo tener el pelo, cómo vestir, si ponerse tatuajes o ‘piercings’, a dónde salir a divertirse, a qué horas regresar a casa y todo lo atinente con relaciones sexuales y consumo de alcohol y drogas.
Desde el punto de vista de los adultos la norma constitucional se percibe no sólo como una autorización para que el individuo en formación se autodetermine sino como un relevo, una exoneración de las responsabilidades que tienen los padres sobre los infantes. Y ese modelo que ha tomado vuelo, el de los niños que hacen lo que les viene en gana porque ‘hay que dejarlos’, es irresponsablemente promovido por los medios de comunicación —la televisión en particular— y por la publicidad.
No son pocos los padres que ya no tienen autoridad para decirle a un niño de diez años que no puede salir a quemar pólvora. Y esa carencia de autoridad no se produce por ser malos padres sino por este permisivo proceso formativo que parece diseñado para que lo apliquen, con sus hijos, expertos psicopedagogos y no personas corrientes que carecen de formación avanzada.
Es sumamente contradictorio e incongruente que algunos pretendan legalizar las drogas para debilitar a las mafias pero que, al mismo tiempo, se quiera prohíbir la pólvora dizque por peligrosa. Castigar a los padres de los niños quemados cuando no se castiga convenientemente a los padres que los violan. Nadie plantea la necesidad de controlar el consumo de alcohol o el exceso de velocidad en nuestras carreteras pero ahora quieren poner a las fuerzas del Estado a perseguir polvoreros como si se tratara de carteles o guerrillas, y creen que se va a alcanzar un gran logro con eso.
Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 24 de diciembre de 2006 (www.elmundo.com).
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