Recientemente estuvo en el país el teólogo suizo Hans Kung, quien hace hincapié en el tema de la Ética, entendida ésta como el ejercicio de los deberes y las responsabilidades. Nosotros, en cambio, nos enfocamos enfermizamente en la cuestión de los derechos, como quedó arraigado en la Constitución del 91, sin entender el necesario equilibrio que debe darse para que ambos puedan coexistir: la concesión de un ‘derecho’ implica el cumplimiento de un ‘deber’, y éste no es ejecutado por la figura incorpórea del Estado sino por funcionarios de carne y hueso en observancia a lo dispuesto por el conglomerado social a través del ordenamiento jurídico.

Para los desposeídos y los débiles se reclaman derechos, pero hasta ellos tienen responsabilidades. El deber primordial es el de acatar la ley, y es una mala creencia aquella de que lo que no es prohibido está permitido. No hay Ética en el individuo que procrea más hijos de los que puede mantener con dignidad, y en quienes taponan los cauces con basuras y generan inundaciones. Muchas de esas faltas se cometen por desidia o por mera ignorancia, pero su incumplimiento —sobre todo cuando se infringe la ley penal—  hace mucho más difícil satisfacer los derechos de las personas.

Eso fue lo que saltó a la vista con la visita de otro personaje ilustre: el representante demócrata de los Estados Unidos, James McGovern. El gringo visitó barrios pobres al sur de Bogotá en los que había estado hace cuatro años y se declaró molesto al ver que todo seguía igual desde entonces. Se preguntó qué hacía el Estado colombiano para remediar esa situación de pobreza y se lamentó de que toda la ayuda norteamericana fuera para la “guerra”. O dicho en otras palabras, a McGovern le molestó comprobar que el Estado colombiano carece de Ética y no cumple sus deberes de manera eficiente.

Hoy en día, muchos siguen pensando que el subdesarrollo es un problema de recursos y de falta de liderazgo político pero la complejidad del tema sólo se advierte cuando hay casos tan aberrantes como el de la construcción de 20 kilómetros de la doble calzada de la carretera Bello-Hatillo, al norte de Medellín. A pesar de ser la vía que comunica a la segunda ciudad del país con la Costa Atlántica, del atraso en materia vial y de infraestructura para enfrentar la globalización y de que se cuenta con los recursos financieros, no ha habido poder humano que logre agilizar el proyecto y sólo se han construido doce kilómetros en diez años. A la obra se han opuesto desde políticos locales hasta sectores de la comunidad que no entienden que el beneficio es para todos, y se han presentado casos macondianos como el de la lenta expropiación de un estadero cuyo propietario se negó a vender.

Nadie discute la importancia de la institucionalidad —los órganos de representación democrática, los entes de control, el estamento judicial, etc.—, pero estamos enredados en una madeja legalista a ultranza que ha terminado por trastocar las responsabilidades del Estado en forma perversa. Así, el juez no se preocupa tanto por impartir justicia sino por observar en detalle los derechos del delincuente; el alcalde no se desvive por mejorar los barrios subnormales sino por señalar la ilegalidad de los asentamientos —como en el barrio que visitó McGovern— y el bien particular se impone sobre el general.

Y a esta insensatez generalizada hay que sumarle que la repartición de los recursos del Estado —finitos, por demás— no se apoya en criterios éticos, de manera que ello conduzca a un cumplimento lógico de los deberes. El presupuesto se descuartiza en exceso con el objeto de brindar un desarrollo social armónico pero eso no hace más que distraer la atención que debería prestarse a los asuntos más graves. Luego están la corrupción y el despilfarro. Por eso, la certeza de que cuando míster McGovern vuelva, dentro de diez o de 20 años, va a encontrar los barrios pobres en las mismas.  ·

Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 9 de abril de 2007

Posted by Saúl Hernández

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