Los militares y policías colombianos le ponen el pecho a las balas de los grupos ilegales para que los demás habitantes de este país podamos llevar una vida normal y tener la perspectiva real de un futuro en paz. Ellos son carne de cañón en un país donde los hijos de los ricos no pagan servicio militar ‘obligatorio’ sino que compran la licencia por debajo de la mesa. Por eso merecen comprensión.
No es justo que se condenen sin ponderación los crímenes cometidos por errores de apreciación en el fragor del combate o en medio de patrullajes en zonas de alto riesgo, donde hay una fuerte presencia de guerrillas, narcotraficantes o paramilitares. De la misma forma, pueden ser medianamente comprensibles los asesinatos de sospechosos de pertenecer a grupos irregulares contra quienes no hay pruebas para su arresto. Eso es guerra sucia, sin duda, y constituye una falla en el servicio, una violación de los derechos humanos y un crimen que debe ser castigado por la ley. Pero es entendible que ello ocurra en la medida en que las vidas de los mismos servidores públicos corren un alto riesgo y su condición humana los obliga a preservarla mediante acciones inicuas.
Lamentablemente, estas actuaciones irregulares son como una bola de nieve: no sólo se van haciendo más frecuentes sino cada vez más perversas. Es así como de infamias viejas surgen vergüenzas nuevas. Hace décadas se conoce la mal llamada ‘limpieza social’, una ignominia cometida no sólo por las autoridades sino por todos los grupos ilegales para ganarse el favor de las comunidades eliminando la escoria social: drogadictos, violadores, ladrones, travestis y demás. También es antigua la práctica de ‘legalizar’ crímenes de los paramilitares, sin importar si se trataba de guerrilleros o no, haciéndolos pasar como bajas de combate con las Fuerzas Militares.
Pues bien, de la fusión de tan nefastas prácticas y aprovechando que los marginados no tienen mejores opciones de trabajo que unirse a bandas criminales por la promesa de un salario –lo que también tiene graves connotaciones morales–, a algunas manzanas podridas, de entre más de 250 mil efectivos, se les ocurrió mancillar el honor del Ejército asesinando inocentes para demostrar una supuesta efectividad operativa y, muy seguramente, para embolsillarse alguna parte del dinero de las recompensas que el Estado colombiano les paga a civiles por su información. Pero, además, aquellos que ultrajaron con esas vilezas a la institución más apreciada por los colombianos y a la sociedad misma, se valieron impúdicamente del propósito de incentivar con días de descanso, condecoraciones y ascensos a quienes presentaran mejores resultados. Pareciendo imposible, entonces, que alguien matara por un fin de semana de descanso, esa efectividad se evaluaba teniendo en cuenta el número de bajas enemigas, lo que llevó a unos pocos a poner en movimiento una infame maquinaria asesina que desprestigia al Ejército, deshonra la memoria de los caídos y le sirve a algunos para pedir el desmonte de la doctrina de Seguridad Democrática del gobierno de Uribe.
Pero pongamos las cosas en perspectiva: no hay ejército en el mundo que pueda asegurar que todas sus actuaciones se ciñen a la moral, a los derechos humanos, al sentido común, al uso proporcionado de la fuerza, etc. Las principales potencias tienen un largo y reiterativo historial: Abu Ghraib, Guantánamo, Beslán, Dubrovka, Osetia y Georgia, el Tíbet…
En Colombia, el primero en reconocer estas irregularidades, ofrecer correctivos ejemplarizantes y clamar por la aplicación de pronta y suficiente justicia ha sido el Gobierno, pues hechos como estos deben convertirse en una oportunidad para perfeccionar y fortalecer la política de seguridad que ha salvado la democracia colombiana, no para desmontarla.
El contrato social por el que se funda cualquier Estado tiene como propósito fundamental el de salvaguardar la vida, honra y bienes de los asociados. Y, para ello, el Estado debe contar con instituciones enérgicas, dinámicas; unas que legislen, otras que apliquen justicia y otras que ejerzan la autoridad. Es por los notables altibajos que desde el siglo 19 ha tenido el Estado colombiano en cuanto a preservar el imperio de la ley, que el país llegó a ser casi un Estado fallido y por lo que aún se sienten fuertes coletazos criminales de lo que algunos califican como una ‘cultura mafiosa’. Volver a lo de antes sería fatal.
Publicado en el periódico El Mundo, el 10 de noviembre de 2008.
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