Si bien es cierto que los colombianos sentimos cierto desahogo por estos días con la labor inclaudicable de un presidente trabajador y responsable, no puede negarse que los nubarrones de la economía siguen ensombreciendo el panorama nacional y pueden terminar enturbiando la labor misma del Presidente. La encrucijada parece indescifrable; el país duplicó la deuda externa en los últimos 7 años, al pasar de 24 a 48 mil millones de dólares, con el agravante de que el dinero no se vio, se esfumó por los rotos de los bolsillos de gobiernos corruptos y manirrotos. El Estado se robusteció desde la última Constitución, que creó entidades innecesarias y provocó una notoria duplicidad de funciones. La economía interna se derrumbó, probablemente como producto de una apertura económica desmedida y sin reciprocidad, aunque muchos expertos sigan desmintiendo tal acusación; y la bomba pensional, mucho más grande y peligrosa de lo que la gente del común cree, se ha dejado expandir sin límite.
Seamos serios, al paso que vamos Argentina nos parecerá un barrio de ricos. Colombia se mantiene en la locura de seguir endeudándose para pagar intereses, lo cual es insostenible. El 40 por ciento del presupuesto anual de la Nación se emplea en el servicio de la deuda, con un esquema tan loco y parecido a la reciente hecatombe del Upac, que muchos colombianos siguen padeciendo, que asusta y deja sin respiro. Se recuerdan historias de personas que adquirieron 50 millones de deuda y 10 años después habían pagado 70 pero la deuda sobrepasaba los 200 millones sin que la propiedad valiera siquiera los 100. La única alternativa para el deudor era (o es) la de entregar la propiedad porque, además, la cuota mensual multiplica por dos o por tres el valor del alquiler de una propiedad equivalente. Eso mismo está pasando con la deuda externa de Colombia, pues ésta no se empleó en nada productivo sino que se enterró en el gigantismo estatal. Ya no hay mucho que valga la pena privatizar, dineros que también se perdieron, y por muchos impuestos que ponga el Gobierno, a la vaca no se le puede ordeñar más leche de la que da. Tan malos manejos terminarán, tarde o temprano, en la moratoria de la deuda, sino en la escisión de territorios —como dación en pago— o en la disolución misma del país.
De otro lado, dicen los expertos que el empleo estatal no es multiplicador y que frena la iniciativa privada, verdadero motor de expansión de la economía. Esa sería, por sí misma, una justificación contundente para devolverle al Estado sus justas proporciones pero hay más. El empleo estatal, cuando es más del necesario, está íntimamente ligado con la corrupción, la politiquería, el tráfico de influencias, etc. La concepción filosófica del Estado se pervierte y deja de ser un escenario de representación común para volverse un cubil de favores personales. El daño es doble e irreparable: de un lado, los despidos masivos para reestructurar el elefante pueden causar efectos recesivos y, del otro, —no se olvide— los sueldos e indemnizaciones van con cargo a la deuda, y ésta se sigue inflando como un globo.
Que se sepa, hasta ahora ninguna nación industrializada ha alcanzado ese estatus sin una producción eminentemente nacional. No importa que Rudolph Hommes diga simplistamente (El Colombiano, noviembre 3 de 2002) que para exportar (crecer) hay que importar. Desde tiempos de la doctrina Monroe (1823) ha primado la concepción de que en los asuntos internos no debe existir intervencionismo extranjero, y ello no es tan aplicable a la política como a la economía. En el New deal de Roosevelt (1933) también prima el concepto de autonomía e intervención del propio Estado para regular el mercado interno en pos de un desarrollo armónico. Los mismos Estados Unidos aplicaron muy bien esos conceptos después de la Segunda Guerra Mundial para recuperar países devastados como Japón, Alemania y también para evitar la expansión del comunismo en los llamados cuatro tigres asiáticos: Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong. Un ejemplo claro es el sector automotriz: ningún país se ha desarrollado económicamente sin industria automotriz propia y sin otras industrias vitales, como tampoco se sale de la pobreza siendo grandes exportadores de monocultivos como el café o los palmitos que propone Hommes. Si bien puede ser cierto que si no importamos tampoco podremos exportar, no tiene sentido entregar nuestra escasa riqueza a cambio de unos productos de marca que en muchos casos son elaborados en países del Tercer Mundo.
Lo único que sí depende por ahora del Gobierno colombiano, para tratar de amortiguar este desastre son las reformas pensional, laboral y tributaria. Todas son molestas para un país en ruinas y con el agravante de sufrir de terrorismo comunista, dura enfermedad. Si queremos madurar como nación debemos aprender que los impuestos no son malos, lo malo es elegir personas corruptas e ineficientes en los cargos de elección popular. También es pésimo para la salud social cohonestar con la corrupción; no denunciar o prestarse para los sobornos por pequeños que sean. Peor aún es jugarle sucio al país con prácticas como el contrabando, la evasión y la elusión (no pagar una parte de los impuestos). De estas reformas la pensional es, tal vez, la más importante. El hueco pensional es de 200 mil millones de dólares, cuatro veces la deuda externa de Colombia. Eso es impagable. El problema de las pensiones se origina básicamente en los llamados ‘regímenes especiales’ de los trabajadores del Estado, cuyos injustos privilegios pagamos todos los colombianos. Por ejemplo, los trabajadores del ISS, Telecom y Ecopetrol se pensionan a los 50 años, con apenas 20 de servicio, y cotizando salarios muy superiores a los de la empresa privada. Los congresistas, magistrados y altos funcionarios del Estado constituyen otra pesada carga pues sus pensiones son del orden de 17 millones y más (El Tiempo, 12 de octubre de 2002). La pregunta clave es: ¿Hay algún funcionario que merezca tanto por tan poco que han hecho por Colombia? La reforma pensional que propone Uribe y que será parte del Referendo establece un límite de 20 salarios mínimos (6 millones) para las pensiones y la eliminación de todos los privilegios del sistema público de pensiones. Ahí se está haciendo bien la tarea.
No hay derecho…
No puede ser que delincuentes de la talla de los hermanos Rodríguez Orejuela pretendan ser liberados de la prisión por jueces cuya moral es bien discutible, acudiendo a prerrogativas como la de libertad condicional por cumplimiento de las tres quintas partes de la condena cuyo fundamento filosófico es el de aliviar la pena de delincuentes vergonzantes y no de unos que tanto daño le han hecho al país. De hecho, sus penas de 21 años son ridículas y no se compadecen con sus crímenes, y tienen derecho de rebaja de una tercera parte (a 14 años) por trabajo y estudio. Vistas así las cosas lo realmente justo es que Estados Unidos los pida en extradición.