Sería difícil entrar a cuestionar si las marchas multitudinarias contra las Farc marcan un quiebre absoluto entre la posición ‘indiferente’ que de tiempo atrás había tenido la población colombiana y ese momento tan esperado en que la gente manifestara un cansancio y un hastío totales frente a la situación de conflicto y sus protagonistas, sobre todo con nombres propios como ha ocurrido.
Eso se verá en la medida en que el impulso alcanzado en estos momentos de ‘efervescencia y calor’ se renueve cada vez que sea necesario y no se convierta esta manifestación de rechazo en flor de un día. Bajo esta perspectiva, se puede afirmar, sin lugar a dudas, que la marcha del 4F —y las subsiguientes, u otras manifestaciones de repudio— tendrá su efecto.
Lo que sí está muy claro es el significado resultante de la protesta y para explicarlo hay que ser claros en el sentido de que por lo menos cinco millones de personas marcharon contra las Farc, en representación de todo el país. El número de manifestantes, su diversidad social, racial, cultural, etc., y los diversos escenarios en los que se desarrolló la protesta, dan cuenta de un fenómeno nacional de proporciones inusitadas. Se marchó en las principales ciudades del país pero también en pequeños y apartados municipios donde ni siquiera había organizadores directos de la protesta. Marcharon desde los barrios más encopetados hasta las personas más pobres. Marcharon gentes de todas las razas y de todas las profesiones; desde las personas más doctas hasta quienes no han tenido mayor acceso a la formación académica. Marcharon personas de todas las vertientes religiosas y de todas las corrientes políticas.
El número de manifestantes merece un comentario aparte. No marcharon los 22 millones de personas que pedían las Farc (en un comunicado apócrifo) para sentirse aludidas y cambiar su actitud. Sin embargo, una cifra entre los cinco y los diez millones constituye una participación masiva porque es virtualmente imposible que todas las personas acudan a un mismo sitio a la misma hora. Hay unos diez millones de niños, menores de doce años, a los que no se les debe llevar a estas concentraciones y que tampoco deben dejarse solos -sin la compañía de adultos- en el hogar. Hay cientos de miles de personas enfermas y de ancianos que no podrían acudir. Hay muchísimas personas que viven en lugares muy apartados de cualquier centro urbano y son millones los que debían laborar y para quienes no había permiso alguno para participar de la movilización. A esto se suman los problemas de transporte para trasladar a tantas personas en tan poco tiempo y el número finito de individuos que caben en un sitio determinado, como la Plaza de Bolívar.
Pero el asunto no se queda sólo en la participación masiva y plural, desde todo punto de vista, sino en el atronador e inequívoco mensaje de repudio contra las Farc, expresado a través de mensajes impresos en camisetas y pancartas, o de consignas coreadas por la multitud. Esta vez, los colombianos no salieron a chupar paleta y a disfrutar música de ‘papayeras’ como en otras marchas donde se diluyeron las quejas en llamados generales contra la violencia. Antes, a la gente le daba miedo expresarse contra la guerrilla o se sumaban -por facilismo- a quienes abogan por un acuerdo político, por esa falacia de que las Farc eran invencibles y para terminar el pleito habría que acogerse a sus exigencias.
Y este es el principal cambio a partir de la marcha: el pueblo colombiano ha dado un mandato por su dignidad en el que ya no está dispuesto a aceptar el chantaje de paz a cambio de lo que los terroristas quieran. Si las Farc se desmovilizan serán bienvenidas, sin mayores privilegios, en el seno de la sociedad; si siguen en el monte, el Gobierno ha recibido no un simple apoyo en la tarea que ha venido cumpliendo de combatir a la subversión, sino un verdadero encargo de hacerlo por mandato ciudadano.
Finalmente, es importante señalar el triste error en el que caen algunos ‘amigos’ de la subversión al decir que el odio y el repudio sólo conducirán a más guerra y cierran la puerta de una solución negociada. Nada ha atizado más la violencia en Colombia que la indiferencia social y la ausencia de Estado; por lo tanto, lo contrario no puede producir más de lo mismo. Y fueron las Farc las que cerraron, con sus humillaciones, cualquier posibilidad de que el pueblo colombiano les agache de nuevo la cerviz, como procuran los marxistas trasnochados que las acompañan. ·
Publicado en el periódico El Mundo, el 11 de febrero de 2008
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