Según el diccionario Larousse, la palabra «bolardo» es un sinónimo de «noray», que significa «amarradero para los barcos». No se a quién se le ocurrió llamar de esa manera a esos pilotes que inundaron a Bogotá, 2600 metros más lejos del mar, lo que sí sé es que es un latrocinio, un hurto, un robo.
Si lo que quería la administración Peñalosa era recuperar el espacio público lo que tenía que hacer era exigir el cumplimiento de la Ley, de las normas de tránsito que regulan el parqueo de vehículos y no recurrir a una fórmula, por demás, antiestética y poco funcional.
Un bolardo cuesta 50 mil pesos y ya el Consejo de Estado ordenó el retiro de 600 de ellos. Multiplique. Son 30 millones desperdiciados. Dicen que será necesario retirar varios miles de bolardos. Multiplique. Los motivos de retiro son varios: hay menos de un metro con 40 entre ellos, impiden la circulación de peatones, obstaculizan las rampas de los discapacitados (eso sin mencionar que cualquier bolardo es un estorbo para los ciegos) o están colocados en un potrero, a la entrada de la finca de sabrá Dios cuál funcionario.
El correcto uso de los bolardos puede verse en Medellín, en las plazoletas adyacentes a las estaciones del Metro, donde se ubicaron estratégicamente para evitar que los automóviles invadieran las aceras y el espacio diseñado para solaz del peatón. Además son decorativos por su elegante forma de huevo.
Peñalosa con sus bolardos y sus amplias aceras acabó con buen número de comercios que dependían de la clientela motorizada y en eso Medellín también es ejemplo porque Jorge Enrique Vélez, Secretario de Tránsito y Transporte —a quien alguna vez habíamos elogiado en esta columna por inteligentes decisiones— se prestó para una sucia jugada política y llenó a la ciudad de parquímetros.
La estrella de la administración de Juan Gómez, que ya sonaba para Alcalde, Gobernador. Presidente y hasta para Papa —con esa carita de sacerdote de pueblo que se gasta—, se echó al electorado encima por atreverse a tocarles el bolsillo. En Medellín, el costo del parquímetro es de 1200 pesos hora; más alto que en cualquier parte del mundo. Vale lo mismo que un parqueadero cubierto y vigilado, no al sol, al agua y al designio de los raponeros.
Se instalaron en barrios de tradición residencial con tránsito hacia el uso comercial pero donde viven muchas personas aun, como en la Zona Rosa de El Poblado y en Laureles, alrededor de la Universidad Pontificia Bolivariana. En ambas partes los comerciantes que han quebrado son muchos y se han visto problemas de orden público —entre guardas de tránsito y habitantes— con tiros al aire que pronto darán en un blanco.
Si uno va a un cumpleaños, hay que pagar parquímetro y cada que se cumple una hora hay que interrumpir el «happy birthday to you…» para renovarlo antes de que la grúa levante el carro. En Medellín no se consigue una patrulla de policía por falta de presupuesto para la gasolina pero las grúas de los parquímetros rondan todo el día como perros de caza, detrás de los 90 mil pesitos que vale la levantada. Los usuarios son tratados como verdaderos delincuentes.
Pero eso no es nada; los parquímetros los maneja una empresa privada (AZER) que aportó toda la infraestructura a cambio del 71% de los ingresos mientras el Municipio se queda con el 29% dizque para hacer aceras y amoblamiento urbano —según el sacerdotico— de los mismos sectores, como si en los sitios de mejor infraestructura de la ciudad faltara alguna acera.
Al igual que Peñalosa, la obligación de Vélez era hacer cumplir la Ley, no montar un negocio particular donde —según fuentes de la alta política— está la mano invisible de Fabio Valencia Cossio, el Mega-alcalde de Medellín. Este abuso es un impuesto que va directo al bolsillo de los corruptos por culpa de un funcionario —Vélez— que resultó ser como los bolardos del Metro: ahuevado.
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