El tema del metro de Bogotá es una muestra patética del terror visceral que sentimos los colombianos -y nuestra clase dirigente- ante la idea de emprender obras públicas de gran magnitud. Por lo general, se asume que en los países industrializados se hacen grandes obras porque tienen dinero cuando el asunto es al revés: tienen dinero -o valga decirlo de otra forma, alcanzaron el desarrollo- gracias al bienestar conseguido al ejecutar pequeñas, medianas y gigantescas obras de ingeniería que, a su vez, han sido posibles por ser de mentes abiertas, perfeccionistas y ambiciosos.

De hecho, es posible señalar una especie de tipología sobre los miedos que se desatan frente al desarrollo de infraestructura, los que a la postre sirven para sustentar los argumentos con los que se procura demostrar la imposibilidad o inutilidad de una obra.

Uno de los temores es el miedo al ‘elefante blanco’. Lo sienten esas personas que niegan la necesidad de la obra. En el caso del metro de Bogotá, por ejemplo, lo representan quienes aducen que no debe olvidarse que hace apenas ocho años la gente viajaba colgada de las busetas y que ahora, con Transmilenio, el panorama es radicalmente distinto. Se rehúye a la evidencia de que TM es bueno pero no suficiente y que en todo el mundo está ampliamente probado que lo mejor es la combinación de varios sistemas como metro, tranvía, buses, etc. Este miedo es íntimamente conformista, gusta de las soluciones sencillas y baratas, y cree que todo se logra con adaptación.

Otro de los miedos típicos es el de las malas experiencias vividas en el pasado por corrupción y mala planeación. Esto lleva a pensar, a muchos, que si una obra va a convertir millonarios recursos en presa fácil de la corrupción, o que se van a despilfarrar en cosas que no son prioritarias, lo mejor sería no hacer nada. En realidad, la corrupción siempre va a existir en algún grado, por mínimo que sea, y lo inaceptable es que los recursos se manejen como en feria y que la estructura del Estado se reparta como una torta con ese mismo fin. Este es un miedo paralizante, pero el problema no son las obras sino la corrupción y esta sigue campante comiéndose nuestros impuestos aunque no se hagan ni aceras, por lo que es una torpeza detener el progreso con este argumento.

Otro de esos temores viene dado por la necesidad de hacer inversión social, lo que alienta el manido argumento de que a cambio de tal obra, por necesaria y útil que sea, es mejor construir escuelitas, hospitales, viviendas de interés social, comedores comunitarios, etc. Ese fue un buen argumento para que Belisario Betancur se quitara de encima el encarte de hacer un mundial de fútbol, pero de igual manera ha servido para no hacer puentes, túneles, carreteras, puertos, aeropuertos y demás, con la desventaja de que tampoco se han hecho las casitas ofrecidas a cambio. Además, esto trae el peligro de fomentar un paternalismo exagerado que es insostenible y termina convirtiendo en parásitos del resto de la sociedad a individuos que deberían ser artífices de su propio desarrollo.

Finalmente, quiero señalar el argumento de las soluciones alternativas que aparentemente hacen innecesarias las grandes obras. En este aspecto no está muy claro a qué se le teme. En el caso del metro para Bogotá, sus detractores -como el experto Ricardo Montezuma (El Tiempo, noviembre 19 de 2007)- señalan que los problemas de movilidad se pueden solucionar modernizando el transporte público tradicional y chatarrizando buses viejos, consolidando el Transmilenio, ‘pacificando’ el tránsito, racionalizando el uso del automóvil particular, optimizando la malla vial y hasta promoviendo la cultura ciudadana. Los partidarios de este tipo de soluciones oponen a toda evidencia -ampliamente demostrada en todo el mundo- subterfugios curiosos, jocosos, ridículos y perogrullescos; apenas les falta decir que no salgamos de la casa o pedirle a los bogotanos que desocupen Bogotá. La mejor solución a los arroyos de Barranquilla sería que no llueva y para las carreteras de Antioquia el remedio es no puebliar.

Sin duda, el miedo es patológico, y el que los colombianos, al parecer, le tenemos al desarrollo, es digno tema de estudio no sólo de las ciencias sociales sino de las ciencias de la salud, a ver si algún día encontramos la cura.  ·

Publicado en el periódico El Mundo, el 17 de diciembre de 2007

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Posted by Saúl Hernández

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